"No puedes ser la mujer que necesita a un hombre, sé la mujer que un hombre necesita"
Paige Gilmore.
Es difícil aceptar lo diminutos y frágiles que somos, partículas tan densas que apenas nos vemos, pero capaces de causarnos tanto daño. Nos arrastramos por la vida, obsesionados con preocupaciones que nos desbordan. ¿Para qué? ¿Al final, no terminamos todos en un ataúd, olvidados? Nos aferramos a lo que no podemos controlar, y así nos va, débiles y desgarrados, como si la vida fuera una guerra sin sentido.
Ese día, llegué a casa tan ligera como una pluma. Durante el trayecto en taxi, dejé que el peso del dolor se deshiciera de mí, como si cada gota de tristeza se evaporara por la ventana. ¿Era eso lo que quería Kaiden? ¿Había logrado lo que esperaba de mí? ¿La paz que había anhelado finalmente se había alcanzado?
Al entrar, el silencio en la casa me rodeó como una niebla espesa, pero todo se rompió en un instante. El sonido de los sollozos de mi madre bajando las escaleras me golpeó como una ola. El llanto desbordado de su dolor se apoderó de la casa, y mi corazón se aceleró.
Corrí hacia ella, mi ansiedad creciendo con cada segundo que pasaba en silencio. Elise, pálida, puso una mano sobre su boca, como si tratara de callar lo imposible. Casi la empujé para que se sentara, no sabiendo qué hacer, solo queriendo que se calmara.
—¿Qué pasa, mamá? —mi voz tembló de miedo. El silencio de ella aumentó mi temor, mi corazón latía más fuerte, más rápido.
—Adrián... —su voz se rompió, y con esas palabras, el mundo se desmoronó.
—¡¿Qué?! ¿Mamá, dime qué está pasando con mi hermano?
—Ha tenido un accidente... —sus palabras flotaron en el aire, como una pesadilla.
—¡¿Qué?! ¡¿Por qué no me dijeron nada?! ¡Vamos al hospital ahora mismo! —me levanté como si mi cuerpo actuara sin control, pero ella me detuvo, tomando mis manos con fuerza.
—Venimos del hospital... —su voz era un susurro quebrado.
—Dios... —me llevé la mano a la cabeza, mi mente girando con la noticia.
—¿Cuándo, mamá? ¿Por qué nadie me avisó nada? —le pregunté, mi ansiedad desbordando cualquier lógica.
—En sus entrenamientos, cariño... —su rostro, demacrado, reflejaba el dolor que había vivido.
—¿Está bien? —mi voz tembló con la pregunta, aunque temía la respuesta.
—Sí, está bien... —pero su voz dudó, y antes de poder continuar, sus manos cubrieron su rostro, como si ocultara algo más profundo.
—¿Sucede algo? —pregunté, sintiendo que algo en el aire estaba completamente fuera de lugar.
Mi madre desvió la mirada, como si buscara respuestas en el vacío.
—Él sufrió una lesión grave... —su voz vaciló, y sus ojos se llenaron de lágrimas, borrosos por la emoción. —Adrián no podrá jugar más fútbol.
Un nudo se formó en mi garganta, y sin pensarlo, me llevé una mano a la boca, ahogando el sollozo que amenazaba con escapar.
—¿Él lo sabe? —mi voz salió quebrada, como si esperara que no fuera cierto.
—Sí, lo sabe —respondió mamá, asintiendo con tristeza.
—¿Dónde está ahora? —mis ojos se llenaron de lágrimas, y mi vista se nubló.
—En su habitación.
Adrián. El nombre retumbó en mi mente como un eco. No podía creer lo que acababa de escuchar. ¿Es esto una maldita broma?
Me levanté, guiada por la necesidad de estar cerca de mi hermano, sin saber exactamente qué hacer. Al llegar frente a su puerta, dudé. ¿Qué le diría? ¿Cómo podría consolarlo cuando toda su vida había girado en torno a ese sueño, el sueño de ser futbolista profesional? Lo había soñado desde niño, y ahora todo se desmoronaba. No podía imaginar lo que debía estar sintiendo.
Respiré hondo, me armé de valor, y empujé suavemente la puerta. Adrián estaba acostado, de medio lado, con la pierna izquierda vendada. El silencio en la habitación era pesado, denso, casi insoportable. Me senté junto a él, y de inmediato, él pareció percatarse de mi presencia, aunque no movió ni un músculo.
—¿Cómo estás? —pregunté, y en cuanto las palabras salieron de mi boca, me di una cachetada mental. ¿Cómo podía preguntar eso? Continué, apretando los labios. —Lo siento mucho, hermanito.
El silencio se hizo más profundo. Adrián no respondió. Sentí que su dolor estaba más allá de lo que las palabras podían expresar. Sin pensarlo, lo abracé por detrás, buscando su rostro, queriendo verlo. Sus ojos estaban cerrados, su respiración contenida, como si luchara por mantener la calma. Era un hábito que había tenido desde niño, el intentar ocultar su vulnerabilidad, como si no pudiera permitirse el mostrar debilidad.
—Vamos a superar esto, hermanito. Eres muy fuerte —le susurré, intentando que mi voz sonara firme, aunque por dentro mi alma temblaba.
Adrián se movió, y en un impulso, retrocedí. Se giró hacia mí, y por fin abrió los ojos. La mirada que me dio estaba vacía, perdida, como si ya no quedara nada en él. Miraba al techo, al lienzo blanco sobre él, sin ver nada en realidad.
—Durante toda mi vida, imaginé ser jugador profesional... y ahora... —su voz se quebró, e hizo una pausa, como si le costara terminar la frase. —Ya nada tiene sentido. Todo el trabajo que he hecho, todo lo que he dado... no sirve de nada.
El dolor en su voz me atravesó como una daga. No pude quedarme de brazos cruzados. Tomé su mano con firmeza, buscando transmitirle algo de fortaleza.
—Lo podrás superar. Iremos a terapia, te harán un tratamiento, y podrás recuperarte. —intenté convencernos a ambos con esas palabras, aunque mi corazón también temblaba.
—No lo entiendes —dijo, su voz rota, como si cada palabra le costara el doble. —El médico dijo que me fracturé gravemente. Ni siquiera sé si podré correr... —mordió sus labios con desesperación.
Vi cómo sus ojos se nublaban, cómo las lágrimas empezaban a brotar. No pude soportarlo más. Él se tapó los ojos con un brazo, como si tratara de esconder el dolor de su alma. Sin pensarlo, lo abracé por la cintura y me recosté sobre su pecho, buscando consuelo en el latido de su corazón, tan presente y tan real.