Bajo El Mismo Destino

13

Vittorio

Camino junto a Bianca por el sendero del bosque, observándola mientras canta, ligera y despreocupada. La forma en que sus labios se mueven con la melodía, la manera en que sus manos se balancean con el ritmo… me deja sin aliento.

No puedo evitar recordar cómo era verla de niña, pequeña, ingenua… y ahora, con diecinueve años, tan hermosa, tan fuerte y al mismo tiempo tan vulnerable. Cada paso que da, cada risa que se escapa entre sus notas, me hace sentir un impulso de protegerla, de estar cerca de ella más allá de cualquier límite.

Me acerco un poco, manteniéndome en silencio, disfrutando del sonido de su voz mezclándose con el canto de los pájaros y el susurro del viento. No hay distracciones, no hay interrupciones… solo nosotros.

—Bianca —murmuro suavemente, sin querer interrumpir su canto del todo—. ¿Sabes que me encanta escucharte así?

Ella se gira ligeramente, y veo sus mejillas sonrojadas, esa mirada tímida que me derrite por dentro. No dice nada, solo me sonríe, y eso basta para acelerar mis latidos.

En un instante, un silencio cómodo nos envuelve. La miro y siento cómo todo dentro de mí se concentra en ella. La forma en que el sol ilumina su cabello, la delicadeza de su gesto mientras guarda el peluche bajo su brazo… y no puedo evitar acercarme más.

Sin pensar demasiado, mis manos se mueven hacia su cintura, sosteniéndola con firmeza pero con cuidado, como si no quisiera romper la delicadeza del momento. Su mirada busca la mía, y sé que siente lo mismo que yo, aunque ambos intentemos disimularlo.

—No te alejes de mí —susurro, con la voz baja, apenas un murmullo entre el canto de los árboles—. Quiero que te quedes así… conmigo.

Ella asiente apenas, y siento cómo su respiración se entremezcla con la mía. El mundo alrededor desaparece: el bosque, el sol, los pájaros… todo se reduce a nosotros dos, tan cerca que puedo sentir su latido contra el mío.

Y mientras seguimos caminando hacia el claro, sé que este momento cambiará todo entre nosotros.
Ya no hay cartas, ya no hay distancias ni silencios forzados. Solo existe Bianca… y yo.

Seguimos caminando unos pasos más hasta que Bianca se detiene de pronto. El bosque se abre un poco frente a nosotros y la luz se filtra entre las hojas, iluminándola de una forma que me deja sin palabras.

Ella gira el rostro hacia mí y me observa con detenimiento, como si por primera vez se permitiera mirarme sin reservas.

—Vittorio… —dice en voz baja—. Me gusta el color de tus ojos.

Me toma por sorpresa.
Sus palabras son simples, pero me atraviesan con una fuerza inesperada.

—¿Sí? —respondo, intentando sonar tranquilo, aunque por dentro algo se aprieta—. ¿Mis ojos?

Ella asiente, sonriendo apenas.

—Son… verdes. Pero no un verde común —añade—. A veces se ven claros, otras oscuros… cambian mucho.

No puedo evitar sonreír. Nunca me había detenido a pensar en eso.

Levanto una mano y, con cuidado, aparto un mechón de su cabello para poder mirarla mejor.

—A mí me gustan los tuyos —le digo sin dudar—. Tus ojos son color miel… dorados. Cuando les da el sol parecen brillar.

Ella baja la mirada un segundo, claramente avergonzada, y luego vuelve a mirarme. Sus mejillas están ligeramente rosadas.

—Nadie me había dicho algo así —confiesa.

—Porque nadie los mira como yo —respondo, sin pensar demasiado.

El silencio que sigue no es incómodo. Es cálido. Íntimo.
Nos quedamos mirándonos, verde contra miel, como si el mundo se hubiera detenido solo para permitirnos este momento.

Y en ese instante entiendo algo con absoluta claridad:
ya no se trata solo del pasado, ni de las cartas, ni de la distancia.

El silencio entre nosotros no pesa.
Al contrario, se siente lleno… cómodo, casi necesario.

Sin decir nada más, extiendo la mano hacia ella. No es un gesto apresurado, ni inseguro. Es natural, como si siempre hubiera estado ahí y recién ahora nos permitiéramos hacerlo.

Bianca duda apenas un segundo.

Luego, coloca su mano sobre la mía.

Sus dedos son pequeños, cálidos, y cuando los entrelazo con los míos siento un leve estremecimiento que me recorre el brazo. No la aprieto; solo la sostengo, como si temiera que soltarla pudiera romper este momento.

—Vamos —murmuro.

Ella asiente, y comenzamos a caminar de nuevo, esta vez más despacio.

Nuestros pasos se sincronizan sin esfuerzo mientras avanzamos por el sendero. Su mano encaja perfectamente en la mía, y no puedo evitar mirarla de reojo de vez en cuando, como si necesitara confirmar que esto es real.

El bosque nos rodea con su calma, el crujir de las hojas bajo nuestros pies, el murmullo del viento entre los árboles. Todo parece acompañarnos, protegernos.

Bianca balancea un poco nuestras manos mientras camina, como si ese simple gesto la hiciera sentir segura. Y, por primera vez en mucho tiempo, yo también lo estoy.




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