El comienzo de un secreto.
Hace años, en los jardines de la mansión, los risueños ecos de un juego infantil llenaban el aire. Marco y Blanca, con los rostros iluminados por la luz dorada de la tarde, corrían entre los árboles, imaginando un futuro en el que todo parecía posible. “Cuando crezcamos, nos casaremos”, decía Blanca, con una sonrisa traviesa mientras Marco asentía, convencido de que nada podría separarlos.
Eran inseparables, como dos mitades de un todo. A pesar de las diferencias que los rodeaban, el uno al otro siempre les bastaba. La niña de la cocinera y el hijo menor de la familia rica, creciendo juntos bajo el mismo techo, compartiendo juegos, promesas y sueños, sin entender aún que el mundo les impondría límites.
El sol ya no brillaba como antes. El jardín era el mismo, pero los pasos eran más medidos, las risas más contenidas. Blanca había vuelto del invernadero con un pequeño cesto de hierbas frescas, como solía hacer por las mañanas. Cruzó la puerta trasera y entró a la cocina en silencio, dejando que la calidez del interior la envolviera.
Entonces sintió unos brazos envolver su cintura con suavidad. No tuvo que girarse para saber que era él.
—¿Tú otra vez escapándote de mamá? —susurró ella, sonriendo mientras dejaba el cesto sobre la mesa.
Marco apoyó su frente en su hombro y deslizó los labios con ternura por su cuello, como si buscara refugio en ella.
—Solo un momento —dijo, con la voz baja, como si temiera que las paredes pudieran escucharlos—. Solo quería verte.
Los dedos de Blanca se apoyaron sobre los de él, cerrando el abrazo. Su cuerpo se relajó entre sus brazos. Estar con él seguía siendo tan natural como respirar, aunque sabían que el mundo fuera de esa cocina no les permitiría ser lo que eran ahí dentro.
—Alguien puede entrar —susurró ella, aunque no se apartó.
—Lo sé —respondió él, sin soltarla—. Pero me cuesta fingir que no te extraño todo el día.
Ella cerró los ojos un instante. En esa cocina, donde había pasado toda su vida, se sentía segura. Pero en sus brazos, se sentía libre.
Blanca se giró lentamente entre sus brazos, quedando frente a él. Marco la miraba con esa expresión que solo le mostraba a ella: una mezcla de ternura, deseo y admiración silenciosa.
—¿Qué estás tramando ahora? —preguntó ella, arqueando una ceja con picardía.
Marco sonrió de lado, esa sonrisa suya que siempre la desarmaba.
—Esta noche… —susurró, acercándose aún más— quiero que salgas al jardín cuando todos estén dormidos. Hay algo que quiero mostrarte.
Blanca entrecerró los ojos, divertida.
—¿Otra de tus locuras?
—Una sorpresa —dijo él, bajando la voz aún más, casi como una caricia—. Solo tú y yo. Como cuando éramos niños, pero esta vez… sin tener que imaginarlo.
Ella tragó saliva, con el corazón latiéndole más rápido. Sabía que debía decir que no. Que era peligroso, que si alguien los descubría todo podría venirse abajo. Pero también sabía que no podía negarse a él.
—Está bien —murmuró—. Pero si mi madre me descubre, diré que me obligaste.
—Siempre tan valiente —bromeó Marco, y luego volvió a besarla en el cuello, justo debajo de la oreja, donde sabía que a ella le temblaban las rodillas.
El sonido de pasos se escuchó en el pasillo, y ambos se separaron de inmediato. Blanca volvió a girarse hacia la mesa como si nada, y Marco dio unos pasos atrás, disimulando mientras fingía observar la ventana.
La cocinera entró con una bandeja vacía en las manos, mirando a ambos con cansancio.
—Blanca, necesito que subas el desayuno a la señora Elena. Ya sabes cómo se pone si no está todo como le gusta.
—Sí, mamá —respondió ella rápidamente, tomando la bandeja limpia que ya estaba preparada.
Marco la observó mientras salía, y cuando ella pasó a su lado, rozó su mano con la punta de los dedos, apenas un segundo. El gesto fue mínimo, pero suficiente para que ella se girara una última vez y le dedicara una sonrisa cómplice antes de desaparecer por la puerta.
Él se quedó allí, sabiendo que hasta la noche tendría que disimular. Pero por dentro, contaba las horas para volver a tenerla solo para él.
La cocina comenzaba a llenarse con el aroma del pan recién horneado. Marco aún permanecía junto a la ventana, disimulando su impaciencia. La cocinera, que movía la masa con manos expertas, lo miró de reojo y sonrió con ternura.
—No es común verte por aquí a estas horas —dijo ella sin dejar de amasar—. ¿Se te antojó el desayuno de los trabajadores o solo estás escondiéndote de tu madre?
Marco sonrió, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Tal vez un poco de ambas.
La mujer rió entre dientes, con esa calidez que a él siempre le había reconfortado.
—A veces olvido que creciste aquí, entre cazuelas y harina. Eras más travieso que Blanca —añadió con un suspiro nostálgico—. Me costaba la vida que no se metieran a jugar con los cuchillos o se robaran galletas calientes.
—Yo no las robaba —dijo él con fingida seriedad—. Blanca me obligaba.
—¡Ajá! —la cocinera le lanzó una mirada divertida—. Siempre echándole la culpa a mi hija. Aunque nunca te regañé de verdad, ¿no? Siempre fuiste como uno más de los míos.
Marco bajó la mirada unos segundos, conmovido por aquellas palabras. Era cierto. Ella lo había tratado con más cariño del que había sentido a veces dentro de su propia familia.
—Y tú siempre fuiste como una segunda madre para mí.
La mujer dejó de amasar por un instante y lo miró con suavidad, limpiándose las manos en el delantal.
—Marco, hijo… —dijo con un tono más serio—. ¿Todo está bien?
Él parpadeó, un poco sorprendido por la pregunta. Trató de ocultar la punzada de nerviosismo que le recorrió el pecho.
—¿Por qué lo dices?
—Porque te conozco —respondió ella sin rodeos—. Y te noto distinto. Hace semanas que te veo más callado, más ausente. Y si bien sé que tu madre puede sacarle las ganas de vivir a cualquiera… esto es otra cosa, ¿verdad?
Editado: 25.04.2025