Bajo el Muérdago

Capítulo 1: El café de las galletas mágicas 

La primera nevada de diciembre cayó sobre Nueva York, un manto blanco cubría la ciudad, los taxis avanzaban dejando rastros visibles en la nieve fresca y los escaparates brillaban con luces cálidas. La ciudad estaba en modo navideño, aunque aún faltaban dos semanas aún para Navidad.

Entre las tiendas de una calle tranquila de Brooklyn, destacaba una pequeña cafetería, la fachada color verde bosque y un letrero de madera que decía Mistletoe Café. Dentro, Ella Harper acomodaba una nueva bandeja de galletas de jengibre recién decoradas. Sus dedos estaban manchados de glaseado blanco, y una fina bufanda gris le cubría una parte del rostro. No era por el frío dentro —el horno encendido mantenía el lugar deliciosamente cálido— sino porque prefería ocultarse.

Era más fácil esconderse cuando eras solo “la barista”. Nadie preguntaba demasiado.

—Ella, esas galletas te están quedando demasiado lindas —le dijo Martha, la dueña del café, desde la máquina de espresso—. Van a pensar que tenemos un repostero profesional.

—Solo es azúcar y paciencia —respondió Ella, tomando otra bandeja de galletas que esperaban por ser decoradas.

Lo que Martha no sabía —nadie en el café lo sabía— es que Ella llevaba años pintando formas más complejas, más intensas. El glaseado era solo otra extensión del pincel. Y decorar galletas era la única forma en la que podía seguir creando sin llamar la atención como lo había hecho alguna vez.

Mientras Martha iba de un lado a otro atendiendo a los clientes Ella decoraba las galletas, dejando un pequeño mensaje motivador en cada una de ellas, algo que se había comenzado a hacer costumbre desde hace un año, un pequeño accidente que había resultado mejor de lo que esperaba.

—Estas un poco callada hoy —escuchó Ella la voz suave de Martha a su lado, el perfume dulce de ella era inconfundible, le recordaba a su madre. Martha se asomaba detrás de su hombro.

—Estoy concentrada —respondió Ella con su característica sonrisa, sabía que Martha amaba verla decorar las galletas.

—Ya me di cuenta, ya solo te faltan dos galletas de toda la bandeja —Martha le dio un suave apretón en el hombro —debes descansar un poco querida. Apenas son las 9 de la mañana.

—Bien, descansaré cuando termine estas dos galletitas.

Al terminar la última pieza de la bandeja, Ella respiró hondo, mientras observaba las galletas, cada una tenía un pequeño mensaje dibujado entre los bordes blancos.

“Las galletas con secretos” eran lo más vendido en esa época del año, junto con el chocolate con malvaviscos y el bastón de caramelo. Los clientes siempre preguntaban por ello, y Martha decía que eso le daba magia al café.

Cuando Ella estaba acomodando las galletas en la vitrina, escuchó el sonido de la campana de la puerta. Un tintineo que se mezcló con el sonido del horno que indicaba una nueva tanda de galletas de jengibre recién horneadas.

Fue entonces cuando él entró. Un hombre alto, elegante, con un abrigo negro que sin duda debía costar más que la renta mensual del café, sus pasos fueron firmes, como si estuviera acostumbrado a entrar en lugares donde todos lo reconocían. Pero aquí, en ese pequeño rincón de Brooklyn, nadie levantó la vista. Parecía fuera de lugar entre los sillones retro y las luces cálidas.

Adrián Cole, CEO de Cole Enterprises, el soltero más buscado por revistas financieras y tabloides por igual, se acercó al mostrador, se quitó los guantes y la miró directamente. Tenía los ojos más grises que la tarde invernal, pero con un brillo cálido que no encajaba con su apariencia fría.

—Un latte con canela —pidió con voz profunda.

Ella no levantó la vista, solo siguió su rutuna como de costumbre, tomar el pedido y prepararlo.

—¿Algo más?

—Sí —dijo él, después de un segundo—. Dos galletas de jengibre. Algunas personas dicen que son mágicas.

Ella sonrió sin querer. Habían sido “mágicas” desde que las decoraba con pequeños mensajes escondidos entre el glaseado. En la suya había escrito: “A veces, lo que el alma busca llega cuando bajas la guardia.”

No pensó que él lo notaría, pero lo hizo.

—¿Siempre escriben mensajes? —preguntó él, sosteniendo la galleta.
—Solo en diciembre —improvisó—. Es una tradición del café.

Mientras preparaba la bebida, notó que él observaba cada rincón del café. No parecía que lo hiciera por simple curiosidad, sino más bien como si no se diera cuenta de ello.

Quizás es arquitecto, pensó Ella.

—¿Quién le dijo de las galletas? —Pregunto Ella, con curiosidad.

—Una clienta afuera —sonrió él, acomodándose el abrigo—. Dijo que tenía que probarlas. Que este café hace las mejores de Nueva York.

Ella se sonrojó bajo la bufanda.

—Yo… bueno… espero que le gusten.

Él tomó la primera galleta y se quedó observando el pequeño mensaje escondido.
Luego alzó la vista.

—¿Las escribes tú?

Ella negó rápido mientras le entregaba su bebida. Había un peso en su mirada, como si pudiera ver más allá de la bufanda, de las manos manchadas de azúcar, del delantal. Y ese pensamiento la inquietó de una forma extraña, Ella tuvo un extraño presentimiento cuando sus ojos se encontraron por primera vez con los de él.




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