No soy de los que tienen muchos amigos. En realidad, apenas tengo una: mi mejor amiga. Ella es la única que me entiende, la que me anima a seguir tocando la batería aunque a veces sienta que nadie más escucha. Sin ella, probablemente ya habría dejado de intentarlo.
El instituto nunca fue un lugar donde me sintiera parte de algo. Los pasillos están llenos de grupos y risas que parecen ajenos a mí. Por eso aprendí a buscar mis propios rincones: la biblioteca, entre estantes olvidados donde casi nadie pasa, y el aula de música, donde cada golpe de baqueta se convierte en un latido que me recuerda que todavía tengo un lugar en el mundo.
A veces, mientras me escondo en esos espacios, escucho rumores. Hablan de una “super estrella” que estudia aquí, un guitarrista de una banda famosa. Todos parecen fascinados con él, como si fuera intocable. Yo, en cambio, nunca lo vi así. Para mí, los músicos de ese nivel son arrogantes, gente que se cree superior solo porque brillan bajo las luces.
Quizás por eso nunca me interesó demasiado conocerlo. Prefiero quedarme en mis refugios, con mi música y con mi amiga, lejos de ese mundo de fama y apariencias. Aunque, en el fondo, sé que tarde o temprano los caminos que parecen tan distintos pueden cruzarse… y no siempre de la forma que uno espera.