El instituto nunca había estado tan ruidoso. Apenas crucé la entrada, las voces se elevaron como un coro improvisado. “¡Davien!”, “¡Míralo!”, “¡Es él!”. No era la primera vez que pasaba, pero cada día parecía más exagerado.
Sonreí, como siempre. Esa sonrisa que todos interpretan como arrogancia, aunque en realidad es mi forma de mantener el control. Levanté la mano, saludando con un gesto rápido.
—Gracias, gracias… sí, claro, gracias —repetí, como si estuviera en un escenario.
Los pasillos se abrieron a mi paso. Algunos me miraban con admiración, otros con envidia, y unos cuantos con esa mezcla de curiosidad y rechazo que tanto disfruto. No me importa. Al final, todos hablan de mí, y eso es suficiente.
Un grupo de estudiantes se acercó con cuadernos en la mano.
—¿Nos firmas? —preguntó una chica, casi temblando.
—Claro —respondí, tomando el bolígrafo con un gesto teatral. Firmé rápido, añadí un garabato que parecía un rayo y se lo devolví con una sonrisa.
—Gracias, Davien, eres increíble.
—Lo sé —contesté, guiñando un ojo.
Las risas estallaron, y yo seguí caminando, disfrutando del eco de mi propia presencia.
—¿No te cansas de tanto teatro? —escuché a mi lado. Era Rylan, mi amigo más cercano y también bajista de la banda. Él nunca se deja impresionar por el espectáculo.
—¿Teatro? —respondí, ajustando la correa de mi guitarra como si fuera una medalla—. Esto es parte del show, hermano. Si no lo hago yo, ¿quién lo hará?
Rylan rodó los ojos, pero sonrió. Sabía que tenía razón. La fama no se sostiene sola, hay que alimentarla, incluso en un instituto cualquiera.
Mientras avanzábamos, otros estudiantes nos detenían. Algunos querían fotos rápidas con sus móviles, otros simplemente tocaban mi hombro como si eso les diera suerte. Yo me inclinaba, posaba, repetía mi mantra:
—Gracias, gracias, claro que sí.
Pero entre tanto ruido, había algo que me incomodaba. No era la multitud, ni los halagos. Era esa sensación de que todos me veían como una estrella, pero nadie entendía lo que había detrás. Los contratos, las presiones, las amenazas que nunca menciono. Todo eso quedaba oculto tras mi sonrisa.
—Oye, ¿ensayo esta tarde? —preguntó Rylan, bajando la voz mientras nos alejábamos de la multitud.
—Claro. El concierto no se prepara solo. —Respondí con firmeza, aunque por dentro sabía que el ensayo era más que música: era una prueba constante de resistencia.
Un grupo de chicas nos detuvo antes de llegar al aula. Querían escucharme tocar, aunque fuera un par de notas. Saqué la guitarra, hice un riff rápido, y los pasillos estallaron en aplausos.
—Gracias, gracias… —dije otra vez, inclinándome como si estuviera en un escenario real.
Rylan me dio un codazo.
—Eres incorregible.
—Y tú me quieres así —le respondí, riendo.
Seguimos caminando, y al doblar la esquina apareció Kai, el baterista de la banda. Se unió a nosotros con su habitual aire despreocupado.
—¿Otra vez rodeado de fans? —preguntó, divertido.
—Siempre —contesté, levantando la barbilla—. Es lo que pasa cuando eres el mejor.
—O el más arrogante —añadió Rylan, y los tres reímos.
Kai me dio una palmada en la espalda.
—No olvides que el concierto es en dos semanas. La gente espera mucho de nosotros.
—Lo sé —respondí, con un tono más serio. Aunque no lo mostrara, esa presión me quemaba por dentro.
El resto del día transcurrió entre clases que apenas escuché y más saludos en los pasillos. Cada vez que alguien me llamaba, yo respondía con mi sonrisa ensayada, mi “gracias” repetido como un mantra. Era un papel que interpretaba a la perfección, pero que empezaba a pesar.
Al final de la jornada, me encontré solo en el aula de música. La guitarra descansaba sobre mis piernas, y por primera vez en todo el día, el silencio me envolvió. Toqué un par de notas, suaves, distintas a las que suelo mostrar en público. Notas que hablaban de mí, no de la estrella que todos creen conocer.
Me quedé pensando en lo extraño que era vivir entre dos mundos: el de los pasillos llenos de halagos y el de la música que realmente me pertenece. Y aunque no lo admitiera, sabía que tarde o temprano alguien iba a descubrir que detrás de cada “gracias” había un secreto que no podía compartir.