La sala de música estaba vacía cuando entré. Ese silencio me golpeó de inmediato, como si las paredes hubieran estado esperando mi llegada. Siempre me gustó este lugar: los instrumentos guardados, las partituras olvidadas en los atriles, el olor a madera mezclado con polvo. Era un rincón apartado del instituto, un refugio que pocos conocían y que yo había convertido en mío.
Saqué el móvil y marqué el número de Stellie. Ella siempre era la primera en animarme a tocar, la que insistía en que no dejara de practicar.
—¿Vienes? —pregunté cuando respondió.
—No puedo, Harris. Lo siento. —Su voz sonaba sincera, pero también nerviosa, como si ocultara algo.
—Está bien —dije, intentando sonar despreocupado, aunque por dentro me dolía.
Colgué y me quedé solo. No era la primera vez que Stellie se ausentaba, pero cada vez que lo hacía, la sala parecía más fría. Ella llenaba los silencios con su energía, con sus palabras, con esa forma de hacerme creer que la música era más que un pasatiempo. Sin ella, todo se reducía a mí y a mis dudas.
Me acerqué a la batería. Pasé los dedos por los parches, como si quisiera recordar cada golpe que había dado antes. Era extraño: cada vez que la miraba, sentía una mezcla de miedo y esperanza. Miedo de no ser lo suficientemente bueno, esperanza de que quizá, algún día, alguien escuchara lo que tenía que decir a través de los ritmos.
Me senté y tomé las baquetas. Al principio dudé, como siempre. Pero luego cerré los ojos y empecé a tocar. Despacio al principio, marcando un ritmo sencillo, casi tímido. Después más fuerte, más rápido, dejando que cada golpe se convirtiera en un latido.
El sonido llenó la sala. Por un momento, olvidé todo: el instituto, la soledad, las miradas que nunca se posaban en mí. Solo existía la música. Cada redoble era una palabra que no me atrevía a decir, cada ritmo una confesión que guardaba en silencio.
Pensé en Stellie. En cómo siempre me decía que tenía talento, que debía creer en mí. Pensé en lo mucho que me costaba hacerlo. Ella veía algo que yo no lograba ver. Para mí, la batería era un refugio, no un camino. Pero mientras tocaba, mientras el sonido se expandía por la sala vacía, empecé a preguntarme si quizá tenía razón.
El eco de los tambores me envolvía. Era como si la sala entera respirara conmigo. Cada golpe resonaba en las paredes, rebotaba en el suelo, volvía a mí multiplicado. Era un diálogo entre mi miedo y mi deseo, entre lo que soy y lo que podría ser.
De pronto, sentí una presencia. No era un ruido concreto, ni una sombra clara. Era más bien una sensación: alguien estaba cerca. Abrí los ojos y miré hacia la puerta.
Allí estaba Davien. Apoyado contra el marco, observándome. Su expresión me desconcertó. No era la arrogancia que todos describían, ni la sonrisa ensayada que mostraba en los pasillos. Era otra cosa. Algo más intenso, más desesperado.
No dijo nada al principio. Solo me miraba, como si intentara descifrarme. Yo seguí tocando, aunque mis manos temblaban un poco. No sabía qué pensar. Davien, la “super estrella” de la que todos hablaban, estaba allí, escuchándome.
Finalmente, su voz rompió el silencio.
—Tocas bien.
Me quedé en silencio, sorprendido. No esperaba que me hablara.
—No sabía que alguien más estaba aquí —respondí al fin, intentando sonar tranquilo.
Davien dio un paso dentro de la sala, pero no se acercó demasiado. Su mirada seguía fija en mí, como si la batería hubiera revelado algo que él necesitaba.
No hubo más palabras. Solo ese silencio cargado de tensión, ese momento en que dos mundos distintos se rozaban sin mezclarse aún. Yo, el chico invisible que apenas tenía una amiga. Él, el guitarrista famoso que parecía tenerlo todo.
El eco de los tambores seguía resonando, como si la música hubiera decidido que ese encuentro no podía pasar desapercibido.