El amanecer se alzó como un canto sagrado sobre las costas desconocidas. La bruma abrazaba los árboles, y el murmullo de los ríos parecía una plegaria eterna. Para Yara, era un día como cualquier otro: recolectar frutos, escuchar las voces del bosque, agradecer al sol.
Pero ese día el sol traería consigo hombres extraños, cubiertos de hierro, que caminaban con pasos ruidosos y miradas de fuego. Muchos temblaron de miedo; otros, de ira. Yara, sin embargo, no apartó los ojos de aquel joven de cabellos claros que, a diferencia de los demás, no buscaba dominar con la mirada, sino comprender.
Alonso, recién desembarcado de la gran travesía, sintió que todos los relatos de las tierras prometidas quedaban opacos ante la presencia de esa mujer que lo observaba desde la orilla. No necesitó palabras para saberlo: el destino lo había traído hasta ella.
En medio del choque de mundos, cuando el océano y la selva parecían irreconciliables, sus almas se encontraron. Y en ese instante, bajo la luz del amanecer, comenzó una historia que ni el tiempo ni la guerra podrían
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Editado: 01.09.2025