Yara era la mayor de las hijas del cacique Aruma. Tenía la piel dorada por el sol, cabellos largos como la noche y una voz suave que calmaba incluso a los guerreros más inquietos. Su padre la amaba profundamente, pero también la veía como un símbolo: ella debía ser guardiana de la tradición y protectora de su pueblo.
El chamán del poblado, viejo sabio de ojos nublados, había advertido: “Se acerca un tiempo de tormenta. Vendrán hombres que traerán hierro y fuego. Solo un corazón puro podrá decidir si el río será de sangre o de esperanza”. Aruma, inquieto, pensaba que esas palabras estaban destinadas a Yara.
Esa noche, alrededor del fuego, Yara escuchaba los relatos de los mayores. Los extranjeros, decían, buscaban oro y esclavos. No podían confiar en ellos. Pero en su mente aún brillaba la imagen del joven de mirada clara. ¿Era posible que alguien así trajera destrucción?
Mientras tanto, Alonso escribía en su cuaderno de viaje. Relataba la belleza de aquella tierra, sus aromas y colores. Pero entre las líneas, sin quererlo, aparecía siempre la visión de aquella mujer en la selva. No sabía su nombre, ni su lengua, pero su recuerdo lo acompañaba como un faro.
Ambos mundos, aún distantes, comenzaban a tejer un hilo invisible.
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Editado: 01.09.2025