Pasaron varios días de exploraciones. Los españoles abrían sendas en la selva, buscando agua y frutos. Yara, junto con otros jóvenes, seguía sus pasos en silencio desde las sombras. Aprendía sus rutinas, escuchaba sus risas, veía cómo luchaban contra los mosquitos y el calor.
Un atardecer, mientras Alonso se adelantaba al grupo para recoger agua en el río, Yara apareció. No llevaba arco ni lanza, solo un collar de semillas rojas que brillaban como gotas de sangre. Él, sorprendido, dejó caer su cántaro.
Ninguno habló. La distancia entre sus mundos era más grande que el océano que los separaba. Pero en los ojos encontraron un lenguaje nuevo. Él sonrió con timidez; ella, desconfiada, inclinó apenas la cabeza.
De pronto, un ruido en la maleza. Otros españoles se acercaban. Yara se perdió entre los árboles como un suspiro. Alonso quedó paralizado, con el corazón golpeando en su pecho.
Esa noche soñó con ella, con sus ojos negros brillando bajo la luna. Yara, en su choza, también pensó en el extraño de mirada limpia.
El destino había sellado su primer encuentro verdadero.
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Editado: 01.09.2025