Los días siguientes estuvieron marcados por encuentros fugaces. Alonso buscaba excusas para apartarse de la expedición; Yara arriesgaba castigos al alejarse de su aldea. Poco a poco, entre gestos y señas, comenzaron a entenderse.
Él le mostró cómo dibujar estrellas en la arena, explicando que los marineros las seguían para no perderse en el mar. Ella le enseñó a reconocer plantas medicinales, a escuchar el murmullo de los árboles para saber si se acercaba la lluvia.
No podían hablarse con palabras, pero se comprendían con las manos, con las miradas, con las sonrisas. Y cada día el hilo invisible que los unía se hacía más fuerte.
Pero ese lazo también despertaba sombras. Un guerrero del pueblo de Yara la observaba con celos, mientras un capitán español empezaba a sospechar de la conducta de Alonso.
El amor crecía, pero también los peligros.
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Editado: 01.09.2025