El río fue su refugio. Allí, lejos de miradas, se encontraban en secreto. El agua reflejaba la luna mientras Yara cantaba melodías antiguas, y Alonso la escuchaba como si fueran plegarias sagradas.
Una noche, él tomó su mano con cuidado, temiendo que huyera. Pero Yara no se apartó. Sus dedos se entrelazaron, y por primera vez, un gesto sencillo selló una promesa muda.
Él acercó su frente a la de ella. No hubo besos aún, solo un roce suave, un temblor compartido. Pero en ese contacto nació la certeza: estaban destinados, aunque todo el mundo se opusiera.
“Somos como el río y el mar”, susurró Yara en su lengua, sabiendo que él no entendería. Aun así, Alonso sonrió como si hubiera escuchado su corazón.
El río guardó silencio, convirtiéndose en testigo de un amor prohibido que apenas comenzaba a arder.
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Editado: 01.09.2025