Esa noche, bajo un cielo despejado que brillaba con miles de estrellas, Yara y Alonso se encontraron lejos de todos. El aire olía a ceniza y a miedo, pero sus corazones solo latían con amor.
Alonso tomó un pequeño crucifijo de madera, único recuerdo de su madre, y lo colocó en las manos de Yara. “Prometo que aunque el mar me reclame, siempre volveré a ti”. Ella, con lágrimas, le entregó un amuleto de semillas rojas y hueso tallado: “Prometo que aunque la selva me reclame, siempre volveré a ti”.
Sus promesas se unieron en un abrazo eterno. Las estrellas fueron testigos, como si el cielo mismo aprobara aquel juramento prohibido.
Pero el destino, siempre cruel, ya tramaba nuevas pruebas.
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Editado: 01.09.2025