Bajo el Sol de Versalles

Capítulo 4 – El Baile de las Máscaras

El salón de los espejos resplandecía como un templo de cristal bajo los candelabros encendidos. La música flotaba ligera, como burbujas de champán, mientras los cortesanos danzaban entre reflejos dorados y susurros envueltos en polvo de arroz. Aquella noche, el rey ofrecía un baile de máscaras en honor a la llegada de una delegación extranjera… pero para Élise, todo era una puesta en escena para mostrarla.

Su vestido, de azul medianoche con bordados en hilo de plata, había sido elegido por Margot con manos sabias. La máscara que cubría la mitad de su rostro —de encaje negro, salpicada de pequeñas perlas— no bastaba para esconder la fuerza de sus ojos. Sabía que cada paso, cada gesto, estaba siendo observado. Y sabía, también, que el conde de Saint-Beaumont la reclamaría ante todos muy pronto.

—Estáis deslumbrante —dijo una voz grave a su espalda.

Élise no tuvo que volverse para saber quién era. El conde se acercó, también enmascarado, con una media sonrisa que apenas disimulaba la posesión que lo devoraba.

—¿Bailáis conmigo, mademoiselle?

Ella asintió, porque negarse habría sido una provocación innecesaria. Se deslizaron juntos hacia la pista, rodeados de figuras giratorias, capas de seda, abanicos que se abrían como alas. Élise se movía con gracia, pero sentía el peso del brazo del conde como un grillete elegante.

—Sonreíd —le susurró él al oído—. El rey os mira.

Ella obedeció, con una sonrisa que sabía vacía.

Cuando terminó la contradanza, Élise hizo una reverencia perfecta y se apartó con pretexto de buscar aire. Atravesó las puertas abiertas hacia la galería exterior, donde la brisa nocturna enfriaba las mejillas y los pensamientos. Caminó hacia el borde del balcón, mirando los jardines iluminados por faroles. El aire olía a jazmín y a promesas lejanas.

—¿Huyendo del espectáculo, mademoiselle? —preguntó una voz tras ella.

Se giró con un leve sobresalto. Allí estaba Gabriel Lefevre, sin máscara, vestido sobriamente con casaca gris y corbata blanca. En aquel entorno de excesos, parecía aún más ajeno… y más fascinante.

—Preferí un rincón con más verdad —respondió ella.

—Entonces os lo agradezco. Estaba comenzando a creer que yo era el único sin talento para fingir.

Élise lo observó un momento, con una mezcla de sorpresa y complicidad.

—¿Qué hacéis aquí, entre nobles y embajadores?

—Me colé. A veces los jardineros encuentran puertas traseras… y motivos para usarlas.

Ella sonrió, divertida.

—¿Y encontrasteis ese motivo?

Gabriel se acercó un paso más. La distancia entre ellos se volvió tensa, eléctrica.

—Lo encontré hace unos días, hablando con glicinias.

Un silencio vibró entre ambos. La música dentro del salón seguía sonando, pero parecía venir de otro mundo.

—¿Bailaríais conmigo, aquí, sin testigos? —preguntó él, extendiendo su mano.

Élise dudó. No debía. Era imprudente. Era peligroso. Y, sin embargo, nada le había parecido tan necesario.

Tomó su mano.

No hubo música, solo el ritmo lejano de la orquesta y el murmullo de los jardines. Bailaron lentamente, sin reglas de protocolo ni miradas ajenas. Las sombras los envolvían como una cortina, y por un instante, fueron solo dos almas perdidas en un mundo que no los comprendía.

Cuando se separaron, Gabriel bajó la mirada, como si dudara en decir algo. Pero no lo hizo. Dio un paso atrás, con una leve inclinación.

—Buenas noches, mademoiselle.

—Buenas noches, monsieur Lefevre —respondió ella, con un temblor en la voz.

Lo vio desaparecer entre columnas y cortinas de mármol. Y entonces comprendió: aquella noche no solo había desobedecido al conde o a la corte.

Había abierto la puerta a algo que podía costarle todo.



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En el texto hay: romance, secretos, intrigas

Editado: 01.05.2025

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