El eco de los pasos de Élise resonaba con elegancia en la galería de mármol. La habían citado en los apartamentos privados de la reina. No era común que una joven recién llegada a la corte recibiera tal invitación, y menos aún en la intimidad del mediodía, cuando la monarca no solía recibir más que a sus damas de confianza y a contadas favoritas.
Margot la había vestido con un conjunto en tonos marfil, sobrio pero delicado, con encajes discretos en las mangas. Nada llamativo. Nada que compitiera con el esplendor de la corona. Y sin embargo, Élise sabía que esa audiencia no era un simple gesto de cortesía.
Al entrar, la encontró sentada junto a la ventana, bordando con manos seguras y rostro inmutable. La reina no era joven, ni particularmente hermosa, pero tenía una mirada afilada como una hoja recién templada.
—Mademoiselle de Marigny —dijo sin levantar la vista—. Tomad asiento.
Élise obedeció, con una reverencia impecable.
El silencio se extendió mientras la aguja cruzaba el bastidor una y otra vez. Finalmente, la reina dejó el bordado a un lado y alzó los ojos.
—Decidme, Élise… ¿qué creéis que os ha traído a la corte?
La pregunta era una trampa. Élise lo supo al instante. Había muchas respuestas posibles: su apellido, la influencia del conde, la necesidad de un enlace ventajoso. Pero ninguna era segura.
—Supongo que mi apellido… y la necesidad de llenar un asiento vacío junto a los poderosos —respondió con franqueza medida.
La reina la observó con leve interés.
—¿Y sabéis jugar?
—¿A qué juego os referís, Majestad?
—Al único que importa aquí —dijo la reina, con una sonrisa helada—. El de la influencia. Las alianzas. El control de lo invisible. ¿Sabéis mover las piezas sin que se note vuestra mano?
Élise mantuvo la compostura.
—Estoy aprendiendo. Y observo bien.
La reina asintió. Se levantó, caminando hasta una mesa cercana donde reposaba una caja de madera con cartas y papeles. Sacó una carta lacrada, aún cerrada, y la colocó frente a Élise.
—Esto llegó a mi atención anoche. No firmada, sin remitente. Y sin embargo, claramente escrita con pasión. Poesía casi. Alguien quiere jugar… peligrosamente.
Élise no tocó la carta. Su corazón se detuvo por un instante. Era imposible. ¿Había sido interceptada una de sus notas a Gabriel?
La reina continuó:
—No estoy aquí para acusaros. Aún no. Pero recordad, mademoiselle: la corte no castiga los secretos. Castiga a los que no los saben guardar.
Y entonces, en un gesto inesperado, deslizó la carta hacia una pequeña llama encendida junto a los tinteros. La sostuvo un instante… y la dejó arder.
La ceniza cayó como nieve.
Élise comprendió: era un aviso. Una advertencia sutil, disfrazada de clemencia.
—Gracias por vuestro tiempo, Majestad —dijo con calma, ocultando el temblor en sus manos.
—Id con cuidado, Élise de Marigny. No todos los jardines de Versalles son seguros.
Salió de la habitación con la cabeza alta. Pero por dentro, algo se quebraba. La magia de las cartas, del jazmín escondido, del amor entre líneas, acababa de enfrentarse al frío aliento del poder.
Y aún así, cuando volvió a su habitación, encontró entre los pliegues de su cofia un pétalo de jazmín seco… y un pequeño papel doblado:
“Ni la sombra ni la luz. Solo el lugar donde nacen juntos los secretos y los sueños. – G.”
Y entonces supo que, aunque el juego había comenzado, ella ya no jugaba sola.