Élise siempre había creído que la astucia era un lujo para las mujeres poderosas. Pero ahora, sabía que era su única arma. Si quería proteger a Gabriel, debía jugar el mismo juego que el conde de Saint-Beaumont… y vencerlo en su propio tablero.
La mañana comenzó con una sonrisa. No una verdadera, sino la sonrisa perfecta de una dama que no tenía nada que temer. Élise cruzó los jardines con la cabeza alta, como si no supiera que estaba tramando una conspiración entre las flores.
Primero, encontró a la marquesa de Laverne, famosa por su lengua venenosa y su insaciable sed de rumores.
—Marquesa, ¿os habéis enterado del nuevo patrocinio del conde de Saint-Beaumont? —preguntó, dejando caer la frase como si hablara del clima.
—¿Patrocinio? —los ojos de la marquesa brillaron—. ¿A quién apoya ahora ese viejo zorro?
Élise sonrió y fingió confusión.
—Oh… no debí haber dicho nada. Seguro solo son habladurías. Dicen que financia a un grupo de jóvenes radicales… artistas, filósofos. Pero ya sabéis cómo son las malas lenguas.
Y siguió caminando, dejando el veneno esparcido en el aire.
Aquel fue el primer movimiento. Sutil, pero suficiente para que la noticia comenzara a circular. En cuestión de días, el conde sería observado más de cerca por los ministros de la corte. Élise sabía que Saint-Beaumont no apoyaba a radicales, pero si lograba sembrar la duda, lo debilitaría… y lo obligaría a negociar.
El segundo paso fue aún más delicado.
Convenció a Margot para que entregara una carta a un viejo conocido: el secretario del cardenal Montvert, un hombre con tanto miedo a perder su posición como ansias de ganarse favores útiles.
La carta decía:
“Querido monsieur,
Hay quienes juegan a ser fieles al trono mientras ocultan sus apuestas en otras mesas. ¿No sería prudente observar más de cerca al conde Saint-Beaumont antes de que el juego se vuelva contra Vos?”
Firmado solo con una letra: E.
La trampa estaba tendida.
Esa noche, Élise miró su reflejo en el espejo. Ya no era la joven tímida que llegó a Versalles con la mirada perdida. Era una estratega. Una jugadora. Y sabía que estaba cruzando una línea peligrosa.
Horas después, una carta llegó a su habitación. Sin lacre. Sin firma.
“Os he subestimado. Ahora sé que sois más peligrosa de lo que imaginé.
Y eso me agrada.
—SB”
Élise apretó la nota con fuerza. El conde sabía lo que estaba pasando. Pero si no podía destruirla, tal vez querría poseerla. O controlarla.
Pero Élise no pensaba ser posesión de nadie.
Y mientras la corte danzaba al ritmo de bailes y rumores, ella comenzaba a tejer su red con hilos invisibles.
Porque no solo protegería a Gabriel.
Estaba preparando la caída de un hombre poderoso.