Versalles era una prisión de mármol y terciopelo, y Élise necesitaba aire. Necesitaba espacio para pensar, para moverse sin que cada palabra se convirtiera en una amenaza. Así que aceptó —con fingida alegría— la invitación de la duquesa de Armentières para acompañarla a su finca campestre durante unos días.
—Los campos os harán bien —dijo la duquesa, sin saber cuánto Élise ansiaba escapar.
Pero no iba en busca de descanso. Iba tras respuestas.
La finca, ubicada a una jornada de París, era antigua y señorial, con jardines menos refinados que los de Versalles, pero llenos de secretos entre la maleza. Y, más importante aún, cerca del monasterio de Saint-Aubin… donde, según Margot, se encontraba un hombre que conoció a Jean Lefevre, el padre de Gabriel.
Élise dejó que la duquesa creyera que dormía, y al segundo día escapó al amanecer con el rostro cubierto, guiada por un joven criado de confianza. El monasterio se alzaba como una sombra entre cipreses, y el hombre que buscaba la recibió en silencio.
—¿Sois la hija de Lefevre? —preguntó con recelo.
—No. Pero amo a su hijo —respondió sin vacilar.
El monje la estudió, y tras un largo silencio, habló.
—Jean Lefevre no traicionó al rey. Fue traicionado. Usado por el general Lemoine como chivo expiatorio en Toulon. Él descubrió un complot, intentó detenerlo, y fue silenciado.
Élise sintió que el suelo temblaba bajo sus pies.
—¿Tenéis pruebas?
—Solo esta —respondió el monje, entregándole un cuaderno gastado—. Es su diario. Llamadlo testamento, si queréis. Nadie ha querido escucharlo. Pero si esto llegara a las manos correctas…
Élise lo guardó como si llevara oro entre las manos. No solo por Gabriel. Esto podía destruir a hombres poderosos. Tal vez incluso al conde de Saint-Beaumont, aliado antiguo de Lemoine. Ahora entendía por qué Gabriel debía vivir oculto. Y por qué tantos querían mantener enterrada la verdad.
Volvió esa noche a la finca, agotada y decidida.
Al día siguiente, mientras tomaba el té con la duquesa y fingía interés por los cotilleos de campo, ya pensaba en su próximo movimiento: filtrar el diario sin exponerse… pero con el sello de una dama noble. Tal vez incluso de la reina.
Pero mientras tejía mentalmente su red, un criado se le acercó, tembloroso.
—Mademoiselle… una carta urgente, traída por un viajero de Versalles.
La abrió con manos heladas.
“Gabriel ha desaparecido. Nadie lo ha visto desde ayer.
Margot.”
Élise se puso de pie, derramando el té sin notarlo.
El juego había cambiado. Ya no era política. Era una cacería.