Elise llegó a la Capilla de la Luz antes del amanecer. Los vitrales aún dormían bajo la sombra, y el silencio era absoluto, como si incluso el palacio temiera respirar. Su carta, entregada hacía solo unas horas, era una última apuesta. Si la reina no acudía, todo estaría perdido.
Los minutos pasaban. Elise contuvo las lágrimas, la rabia, el miedo. Se obligó a pensar: si Gabriel aún estaba vivo, cada segundo era un hilo que se deshacía en sus manos.
Y entonces, un leve crujido.
Se volvió.
Una figura cruzó las puertas laterales de la capilla. Vestida con una capa oscura, sin escolta, con el rostro en parte cubierto por una gasa de encaje. Pero no había duda: era la reina.
—Sois valiente al escribirme así —dijo, con una voz más suave de lo que Élise había imaginado—. Y temeraria. Muy pocas mujeres se atreven a nombrar la traición en un palacio construido sobre secretos.
Élise inclinó la cabeza, pero no bajó la mirada.
—Majestad, no pido protección para mí. Pido justicia para un inocente. Gabriel Lefevre.
—El jardinero.
—El hijo de Jean Lefevre, un teniente ejecutado por un crimen que no cometió. Esta es su historia —dijo, extendiéndole el cuaderno—. Y puede probarla. Incluye nombres. Órdenes falsificadas. La participación del general Lemoine… y la complicidad silenciosa del conde de Saint-Beaumont.
La reina tomó el diario con manos cuidadosas. Lo hojeó, leyendo fragmentos en voz baja. Cuando alzó la vista, sus ojos brillaban no con lágrimas, sino con algo más antiguo: cansancio… y furia contenida.
—Conozco a Lemoine desde hace años. Y al conde. Sé de qué son capaces… y cuántos secretos han enterrado en estas paredes.
Guardó el cuaderno bajo su capa.
—¿Dónde está Lefevre?
—Lo han secuestrado. No sé dónde lo ocultan.
—Lo sabremos. No confiéis en la justicia del rey. Pero yo tengo… otros medios.
Élise sintió un suspiro de esperanza. Breve. Doloroso.
La reina se acercó y tomó su mano.
—Si decidís seguir en este juego, mademoiselle de Marigny, os convertiréis en algo más que una cortesana. Seréis peligrosa. Y estaréis sola. ¿Estáis preparada?
Élise apretó los dedos reales con firmeza.
—No estoy sola, Majestad. Aún hay quienes creen en la verdad.
La reina asintió. Y antes de irse, murmuró:
—Recibiréis noticias antes del anochecer. Pero preparaos. Cuando el conde descubra lo que habéis hecho… no tendrá piedad.
Y se desvaneció entre las sombras como un espectro coronado.
Élise se quedó allí, en la capilla vacía, respirando el incienso de los siglos y las promesas. La reina estaba con ella. Por ahora. Y eso podía cambiarlo todo.
O provocar la tormenta más peligrosa que Versalles hubiera visto jamás.