Susa era una ciudad viva, vibrante, adornada con mercados coloridos, aromas de especias y el sonido de lenguas extranjeras. En un barrio más humilde, lejos de la fastuosidad del palacio, vivía una joven huérfana llamada Hadassá, aunque en la ciudad todos la conocían como Ester.
Sus ojos eran grandes, oscuros y curiosos; su piel, suave como el trigo en verano. Una joven de bella figura. Su belleza no era sólo externa: tenía una dulzura silenciosa, una fuerza que no hacía ruido, pero se sentía.
Había sido criada por su primo Mardoqueo, quién fue deportado de Jerusalén; un hombre justo y sabio que trabajaba en los registros reales del palacio. Ester perdió a sus padres y aunque no era su padre, él la amaba como a una hija, y ella lo respetaba profundamente.
—Recuerda quién eres, Hadassá —le decía él cada mañana—. No importa a dónde la vida te lleve, tú perteneces al pueblo de Dios. Y eso es más grande que cualquier corona.
Ester lo escuchaba mientras tejía con las mujeres del barrio. Era diligente, humilde, discreta. Nadie imaginaba que esa joven de rostro sereno estaba a punto de cambiar la historia de una nación.
Un día, llegaron emisarios reales con un anuncio que hizo temblar a muchas familias.
—¡Por orden del rey Asuero, se buscan jóvenes vírgenes y hermosas para ser presentadas ante el rey! —proclamaban—. De entre ellas, se elegirá una nueva reina.
El rumor se esparció como incendio en campo seco. Madres arreglaban el cabello de sus hijas. Las jóvenes soñaban con vestidos y coronas. Pero Ester guardaba silencio. Su corazón no buscaba poder, ni fama, ni una vida entre mármoles fríos.
—Hadassá —dijo Mardoqueo con voz firme—, tú irás.
Ella levantó la vista, sorprendida.
—¿Yo? ¿A un concurso para agradar a un rey que nunca he visto?
—No sabemos qué propósito tiene Dios, pero no podemos esconderte del destino.
Ester asintió. No discutió. Confió.
Al llegar al harén real, fue puesta bajo el cuidado de Hegai, el encargado de las doncellas. Desde el primer momento, Hegai notó algo especial en ella. No sólo por su belleza delicada, sino por su actitud humilde y sabia. Le dio los mejores perfumes, los vestidos más finos, siete doncellas escogidas del palacio del rey y la trató con un respeto que no mostraba a ninguna otra.
Ester no dio a conocer ni su pueblo ni su parentesco porque Mardoqueo le pidió que no lo hiciera.
Ella no pedía nada. No buscaba sobresalir. Pero sin darse cuenta, su luz brillaba sola.
Mardoqueo la visitaba desde lejos, paseando cada día frente al patio del harén, esperando noticias. Su corazón de padre adoptivo se llenaba de orgullo y temor.
—¿Estará bien? ¿Se acordará de quién es?
La respuesta no tardaría en llegar. Porque muy pronto… los ojos del rey se cruzarían con los de una muchacha judía, y nada volvería a ser igual.
Editado: 27.07.2025