En la corte de Persia, los ascensos eran como el vino fuerte: embriagaban rápido.
Y nadie lo sabía mejor que Hamán, hijo de Hamedata, descendiente de los amalecitas —enemigos antiguos del pueblo de Israel.
Vestía con túnicas negras de lino fino, hablaba con voz suave, pero su mirada era de acero. Ambicioso y astuto, Hamán había ganado el favor del rey gracias a su estrategia y lisonjas. Asuero, sin sospechas, lo ascendió por encima de todos los príncipes.
Se convirtió en el segundo en autoridad del imperio. Todos se inclinaban ante él. Todos… excepto uno.
Mardoqueo.
Cada vez que Hamán pasaba por las puertas del palacio, Mardoqueo permanecía firme. No se arrodillaba. No inclinaba la cabeza. Su corazón era fiel a un solo Dios.
Los guardias comenzaron a murmurar:
—¿Por qué no lo honra como los demás?
—Porque es judío —respondió alguien con voz baja.
Hamán, al enterarse, no solo se llenó de rabia… se llenó de odio. Pero su odio no se limitó a un solo hombre. No. Decidió que todo el pueblo de Mardoqueo debía pagar.
Así, tramó un plan cruel.
—Majestad —dijo un día al rey Asuero mientras bebían juntos—, hay un pueblo disperso por tus provincias. Sus leyes son distintas. No respetan tus decretos. Es peligroso tenerlos aquí. Si lo apruebas, déjame eliminarlo.
Asuero, confiado y ocupado, no pidió detalles.
—Haz lo que te parezca —dijo, entregándole su anillo real como sello de autoridad.
Fue entonces cuando Hamán escribió un decreto temible:
En el día trece del mes doce, todos los judíos del imperio —hombres, mujeres y niños— serían destruidos. Enviaron mensajeros por toda Persia. Las ciudades se llenaron de confusión y miedo.
Cuando Mardoqueo leyó el decreto, rasgó su ropa, se cubrió de ceniza y caminó por las calles de Susa llorando en voz alta. Ester, al enterarse, se estremeció.
Desde el palacio, le envió ropa limpia. Pero él la rechazó.
—Dile a Ester que debe hacer algo —le dijo a Hatac, un mensajero—. Debe hablar con el rey. Debe suplicar por nuestro pueblo.
Ester tembló. Sus manos se helaron. Nadie podía entrar a ver al rey sin ser llamado. Si lo hacía y no recibía su favor, podía ser ejecutada.
—Dile que hace treinta días que no me llama —susurró, con el corazón dividido—. Si entro sin ser invitada, puedo morir.
La respuesta de Mardoqueo llegó como un relámpago:
—No creas que estarás a salvo solo por ser reina. Si callas ahora, Dios enviará ayuda por otro camino… pero tú y tu familia perecerán.
¿Y quién sabe si no has llegado al reino precisamente para este momento?
Ester se quedó sola. Miró su reflejo en el espejo. No era la joven tímida que había entrado al palacio meses atrás.
Ahora era una reina con una misión.
Respiró hondo. Y envió un mensaje de vuelta:
—Dile a Mardoqueo que reúna a todos los judíos. Que ayunen por mí tres días. Yo también lo haré. Y después… entraré al rey, aunque no esté llamada. Y si muero… que muera.
Editado: 27.07.2025