La ciudad de Susa estaba inquieta. Algo invisible se movía en el ambiente. El sol salía como siempre, pero el aire parecía más denso, como si supiera que algo importante estaba por suceder.
En las casas judías, el pan quedó sin cocer, los hornos se apagaron, y el llanto reemplazó al canto. Las mujeres dejaban de bordar, los hombres no iban al mercado. Por tres días, nadie comió ni bebió. Ni siquiera los niños.
Las calles, que antes eran bulliciosas, ahora estaban en silencio.
Ester también ayunaba.
Había ordenado que sus siervas hicieran lo mismo. Ya no llevaba joyas, ni perfumes, ni vestidos elegantes. Solo una túnica sencilla y el rostro desnudo. Pasaba horas arrodillada en su habitación, el rostro inclinado, los labios orando en silencio. Nadie la veía como reina.
Ella misma no se sentía reina.
Solo hija. Solo mujer. Solo instrumento.
Durante las noches, el palacio parecía ajeno a todo. Asuero continuaba con sus reuniones de estado, ignorante de la tormenta que se avecinaba. A veces pensaba en Ester y se preguntaba por qué no la había llamado. Pero el deber lo arrastraba… y su orgullo también.
En la última noche del ayuno, Ester se paró frente al espejo. Su rostro estaba más delgado, sus ojos más profundos.
Y, sin embargo… más firme que nunca.
Abrió el cofre donde guardaban las túnicas reales. Eligió una vestidura blanca con bordes dorados, y sobre su cabeza colocó la corona.
Cada movimiento tenía un peso nuevo. Cada paso hacia el salón del trono podía ser el último.
Las siervas la miraban con temor, pero también con admiración. Nadie hablaba.
El día amaneció claro. Como si el cielo quisiera despejarse para verla pasar.
Ester caminó sola por los pasillos del palacio. Cada eco de sus pasos sonaba como un tambor. Los guardias la vieron y abrieron los ojos sorprendidos. ¡La reina se acercaba al salón del trono sin ser llamada!
Sabían lo que eso podía significar. Todos lo sabían.
Ella, sin embargo, no titubeó. Su corazón latía con fuerza, pero su rostro era como piedra tallada con paz.
Se abrieron las puertas.
Al fondo del salón, el rey Asuero estaba sentado en su trono. Luces de oro lo rodeaban. En su mano, el cetro real.
El silencio fue absoluto.
Los ojos del rey se posaron sobre ella… y el tiempo pareció detenerse.
¿Levantaría el cetro… u ordenaría su muerte?
Ester bajó la cabeza. Esperó. Un segundo. Dos. Tres.
Entonces, el cetro se alzó.
—¿Ester? —dijo el rey, levantándose con una mezcla de sorpresa, deseo y ternura—. ¿Qué deseas, reina mía? Pide lo que quieras… incluso hasta la mitad de mi reino.
Ella dio un paso más. Respiró. Y con una sonrisa leve, dijo:
—Si le place a mi señor el rey, que venga hoy a un banquete… preparado por mí. Y que traiga consigo a Hamán.
El rey frunció el ceño… curioso.
—¿Hamán?
—Sí —dijo ella—. Solo ustedes dos.
Y así, sin mostrar aún el verdadero propósito de su entrada… Ester plantó la primera semilla del plan que liberaría a su pueblo.
Editado: 27.07.2025