El salón estaba preparado con un lujo distinto. No era el banquete para cientos de nobles, sino uno íntimo, delicado… misterioso. Las copas de oro estaban limpias, los cojines bien dispuestos, y sobre la mesa humeaban especias exóticas y vinos dulces traídos de los jardines reales.
Ester, vestida con elegancia serena, esperaba en silencio. Sus manos estaban firmes sobre la mesa, pero por dentro, su alma oraba sin cesar. Sabía que cada palabra sería una cuerda tensa entre la vida y la muerte.
El primero en llegar fue Asuero, el rey. Al verla, sonrió con una mezcla de encanto y deseo. Esa mujer lo desconcertaba… cada día más.
—Este banquete tiene un aire distinto —dijo mientras tomaba asiento—. Tú también lo tienes, Ester.
Ella solo inclinó la cabeza con dulzura.
Poco después llegó Hamán, con su típica arrogancia disfrazada de sonrisas. No podía creer que lo hubieran invitado a un banquete privado con el rey y la reina.
“¿Será que tengo más poder del que pensé?” —se repetía por dentro.
Durante el banquete, el rey no tardó en preguntar:
—Ester, me dejaste intrigado. Dime, ¿qué deseas? Pídelo. Incluso si es la mitad de mi reino.
Ella lo miró, suave. Pero no era el momento.
—Majestad, si hallé gracia ante tus ojos… que mañana vengas tú y Hamán a otro banquete que prepararé. Entonces… te diré mi petición.
El rey arqueó una ceja, curioso. Hamán bebió más vino, satisfecho.
—Como desees, reina mía —dijo Asuero—. Estaré allí.
El banquete terminó, y Hamán salió del palacio con el ego inflado como un tambor. Caminaba por Susa como si ya fuera rey. Pero entonces… lo vio.
Mardoqueo.
Sentado como siempre junto a las puertas del palacio, sin inclinarse, sin miedo. Hamán sintió el veneno arderle en la garganta.
—¿Cómo osa ese hombre no reverenciarme, incluso después de todo lo que tengo?
Llegó a su casa furioso, y su esposa Zéres y sus amigos lo escucharon quejarse.
—Tengo riquezas, tengo el favor del rey, tengo la invitación de la reina… pero todo eso no vale nada mientras ese judío siga sentado erguido frente a mí.
Zéres, práctica y cruel, le dio una idea:
—Haz que levanten una horca de más de veinte metros. Y mañana por la mañana, pide permiso al rey para colgar a Mardoqueo en ella. Así, disfrutarás tranquilo del segundo banquete.
Hamán sonrió. El plan le parecía perfecto.
Esa noche, mandó a construir la horca en medio de la ciudad. Un castigo público.
Un mensaje de poder.
Pero lo que no sabía… era que esa misma noche, el rey no podía dormir.
Algo lo inquietaba. Como si una fuerza invisible lo empujara a recordar algo olvidado. Y justo entonces… pidió que trajeran el libro de las crónicas del reino.
Lo que descubriría… cambiaría el destino de todos.
Editado: 27.07.2025