La noche caía sobre Susa como una manta pesada. Las antorchas del palacio parpadeaban en la brisa suave, y el sonido lejano de las fuentes llenaba el silencio. Pero en la cámara real, el rey Asuero no podía dormir.
Se movía de un lado al otro en su lecho. Sus pensamientos eran confusos, como si algo —o alguien— desde lo alto susurrara en su interior:
“Revisa los libros… recuerda…”
Finalmente, se levantó.
—Traigan el libro de las crónicas reales —ordenó—. Léanmelo. Quizás el sueño regrese.
Los sirvientes obedecieron y comenzaron a leer los registros del imperio. Pasaban páginas llenas de batallas, tributos, alianzas… hasta que uno de ellos leyó en voz alta:
—“Y fue hallado que un tal Mardoqueo, sentado a la puerta del rey, descubrió un complot contra la vida del rey por parte de Bigtán y Teres, dos de los guardias.”
El rey se enderezó.
—Espera… ¿qué se hizo en honor a ese hombre?
—Nada, majestad —respondió el escriba—. No se le dio reconocimiento alguno.
Asuero frunció el ceño. No podía creer que hubiera olvidado semejante lealtad.
Justo en ese momento, cuando el alba comenzaba a pintar el cielo con tonos suaves, Hamán entró al patio exterior del palacio, con los labios listos para pedir la muerte de Mardoqueo.
—¿Quién está en el patio? —preguntó el rey.
—Hamán, señor —le informaron.
—Hágalo pasar.
Hamán entró confiado, con una sonrisa calculada.
—Buenos días, majestad.
Pero antes de que pudiera decir una sola palabra, el rey habló:
—Hamán… ¿qué se debe hacer con el hombre a quien el rey desea honrar?
Hamán se enderezó aún más. Su pecho se infló. Su mente no dudó ni por un segundo.
“Debe ser yo…” pensó.
—Majestad —dijo con falsa humildad—, a ese hombre deberían vestirlo con las ropas reales que tú mismo has usado. Debería montarlo en tu caballo, el que lleva la corona, y hacerlo pasear por la ciudad, con uno de tus príncipes gritando:
‘¡Así se hace con el hombre a quien el rey desea honrar!’
El rey sonrió.
—Excelente idea.
Hamán sonrió también… hasta que escuchó lo siguiente:
—Ve deprisa y haz todo eso con Mardoqueo, el judío que se sienta a la puerta del palacio. No omitas nada de lo que dijiste.
Hamán se quedó sin palabras.
Sus rodillas casi flaquearon.
Su orgullo se desplomó.
Aún así, tuvo que obedecer. Y esa mañana, mientras el pueblo de Susa miraba asombrado desde los balcones, Hamán, vestido como un sirviente, conducía a Mardoqueo, el judío, el hombre a quien él tanto odiaba por no postrarse ante él, montado en el caballo real, proclamando a viva voz:
—¡Así se honra al hombre que el rey desea honrar!
El pueblo aplaudía, Mardoqueo mantenía la cabeza alta… y Hamán deseaba hundirse en la tierra.
Cuando todo terminó, Mardoqueo volvió a su lugar, tranquilo como siempre.
Pero Hamán corrió a su casa, humillado, con el corazón hecho trizas. Su esposa Zéres lo miró y le dijo, con una mezcla de resignación y miedo:
—Si Mardoqueo es judío… y tú has comenzado a caer delante de él… no podrás vencerlo.
Antes de que Hamán pudiera responder, llegaron los guardias del palacio para escoltarlo al segundo banquete con la reina Ester.
El destino se acercaba.
Y no perdonaría errores.
Editado: 27.07.2025