No era el momento... pero viniste igual
Narrado por Lucas
Los días pasaban.
Y yo seguía en la sombra.
Mirándolo.
Cuidándolo.
Negándome a cruzar la línea.
Hasta que empecé a notar los cambios.
Ángel ya no abría la ventana del cuarto como antes.
Ya no se quedaba de pie mirando el cielo.
Ahora cerraba todo con dos vueltas de llave.
Ahora caminaba más rápido por las calles, aunque el sol estuviera alto.
Y cuando servía café, ya no miraba a los ojos.
Tenía miedo otra vez.
No de mí.
Sino del vacío que dejé.
La cámara que apuntaba hacia el callejón trasero registró algo inusual dos noches seguidas: un hombre parado demasiado tiempo. Ropa negra. Capucha. La primera noche no entró. La segunda, desapareció cuando un auto pasó.
La tercera, ya no lo vi.
Pero sabía que seguía ahí.
Lo sentía.
No dormí esa noche.
A las 3:14 a.m., Ángel encendió la luz de la sala.
Lo vi por la ventana. Nervioso. Respirando rápido.
Tenía el teléfono en la mano.
Pero no me llamó.
No podía hacerlo. No debía hacerlo.
Así que fui yo.
No como un salvador.
Como un maldito imán que no se sabe alejar.
Aparqué dos cuadras más allá. Caminé con la capucha puesta. Escuché los pasos antes de llegar. Dos hombres. Silenciosos. Armados.
Se estaban acercando al callejón, directo a la entrada trasera del café.
Era esa noche.
Ya no podían esperar más.
Y yo tampoco.
Me moví sin pensar. Como si los músculos tuvieran memoria propia.
Me colé por la parte lateral. Ya conocía ese lugar mejor que mi propia casa.
Empujé la puerta trasera antes de que uno de ellos pudiera forzarla.
Lo derribé sin hacer ruido.
El otro giró. Su arma ya alzada.
Pero ahí estaba Ángel.
Lo vi al fondo del pasillo, descalzo, camisa vieja, ojos abiertos como si estuviera viendo un fantasma.
Y lo era.
Porque justo antes de que el tipo disparara, salté hacia él. Luchamos. Golpes. Rodamos por el suelo.
La bala rozó mi brazo. El calor fue inmediato. Pero no me importó.
Lo desarmé. Le estampé la cabeza contra el suelo.
Silencio.
Y solo entonces, me atreví a mirarlo.
Ángel estaba quieto, con las manos temblando, pegadas al marco de la puerta.
—Lucas…
No lo dijo como reproche.
No lo dijo con rabia.
Lo dijo como quien se quiebra.
Como quien vuelve a respirar.
Me acerqué. Con el brazo sangrando. Con el corazón hecho polvo.
—Estás bien —le dije, porque lo necesitaba decir más que escucharlo.
Y él solo se acercó. Me tocó la cara. Una caricia torpe. Frágil. Real.
—Sabía que eras tú —susurró—. El que me miraba desde lejos.
—No iba a dejar que te tocaran.
—Y yo… no quería que te fueras nunca.
Y ahí, en medio de ese pasillo, entre sangre, café derramado y lo que quedaba de nosotros…
Supe que ya no podía alejarme otra vez.
Y que él ya no me dejaria .