-¿Puede darse prisa? –le pregunté al taxista que ya lucía desesperado.
-No quiero ser grosero, señor, pero no puedo darme prisa en medio de todo este tráfico.
La ciudad de México se caracterizaba por su abundante tráfico en todo momento; estampidas de autos iban y venían en todas direcciones sin importar la hora del día. Miré una vez más mi reloj y esta vez marcaba las 8:30 p.m. Marco ya debía estar en el departamento como era costumbre, esperándome.
Me asomé por la ventanilla del auto y observé el oscuro cielo, enormes nubes oscuras danzaban sobre el firmamento, amenazantes. En cualquier momento comenzaría a llover y yo estaba aún lejos de casa.
Marco y yo llevábamos poco más de una década casados pero lo conozco desde que tengo memoria. Me es imposible encontrar un recuerdo antiguo en el que él no aparezca. Cada vistazo a mi pasado está plagado de sus enromes sonrisas, de su tímidos gestos que se le escapan cada que se pone nervioso, de ese ligero temblor de manos que aparece cada que se enfrenta a una situación que para él parece insuperable. De esas incontables caricias que abundaron en nuestra juventud.
-Seguramente hubo un accidente –comentó el taxista, distrayéndome de mis recuerdos-. El tráfico está más lento de lo normal.
-No me importa cómo pero tendré que llegar al departamento antes de que empiece a llover –susurré.
Marco le tenía un pavor anormal a la lluvia. Aunque anormal no es la palabra correcta para describirlo. Yo sé porque le teme tanto y creo que cualquier persona que hubiera pasado por algo similar le tendría el mismo temor. O quizá más.
Cuando tenía dieciséis años, su familia salió de vacaciones como lo hacían todos los años, algo que Marco disfrutaba mucho. Y a pesar de que estaba a kilómetros de mí, siempre buscábamos la forma de seguir en contacto. El llamaba a casa desde el teléfono del hotel en el que se hospedaban u otras veces desde el enorme celular de su padre. Pero no había noche en la que no habláramos.
El día que terminó su semana vacacional estaba lloviendo; de las peores tormentas en varios años según lo anunciaban los noticieros, pero eso no le importó al padre de Marco. Iban a regresar ese día sin importarle el clima o que se acabara el mundo. Venían a medio camino cuando un auto que viajaba delante de ellos perdió el control y los golpeó; la mayor parte del impactó se la llevó el lado derecho, donde iba su madre y su hermano mayor. El auto se volcó y cayó en una zanja, impidiéndoles salir del auto. Ese día, la madre de Marco perdió tres dedos de la mano derecha y su hermano perdió la vida. Al momento de volcarse, el cinturón de seguridad se enredó en su cuello y lo asfixió sin darles el tiempo para ayudarlo.
Dicen que los años curan todo con su lento paso pero esta vez no fue así. Ni el tiempo ni las terapias con diversos psicólogos ayudaron a Marco a superar su temor a las lluvias. Cuando la lluvia era lenta y suave, él se deprimía y muchas veces terminaba llorando, sin embargo, cuando las lluvias se convertían en tormenta todo era completamente diferente. Parecía sufrir ataques de ansiedad; su cuerpo temblaba y lloraba desconsoladamente, como si su vida estuviera a punto de terminar. Y quizá eso era lo que él sentía.
Cuando la primera gota cayó sobre el parabrisas del auto, saqué la billetera de mi bolsillo y lancé un par de billetes al conductor. Abrí la puerta y salí corriendo sin esperar el cambio, tampoco me detuve cuando el conductor comenzó a gritar algo que no entendía por el sonido del tráfico y los gritos de los comerciantes que se aglomeraban en las orillas de las calles.
Corrí por unas cuantas calles sin detenerme a tomar aire, el pecho me ardía y los ojos me lagrimeaban a causa de toda la contaminación que flotaban el aire. No podía perder un minuto más y dejar solo a Marco en el departamento mientras llovía.
-Me siento mal, creo que mejor me iré a casa –me dijo el Marco de dieciocho años la primera tarde que lo vi entrar en crisis.
-¿Por qué? Si acabas de llegar.
-Es que… no sé. Creo que enfermaré, mejor nos vemos mañana.
-¿Hice algo malo? -pregunté tratando de entender el motivo de su partida tan repentina-. Si fue así, dímelo por favor.
-No hiciste nada, en serio. Tengo que irme. Está por llover.
Caminó hasta la puerta de mi casa y yo detrás de él, más confundido que nunca. Pensé en todo lo que había dicho desde que llegó a mi casa buscando un posible motivo de su actitud tan extraña.