Bajo La Lluvia

Capítulo 4●

​Sostuve mi taza de chocolate entre las manos, buscando un calor que ya se había extinguido hace rato. El líquido oscuro y espeso se había enfriado, convirtiéndose en un espejo turbio de mi propio estado de ánimo. Mirar a la nada era lo único que me mantenía distraída de la violenta tormenta que rugía fuera, convirtiendo la escuela en una isla de concreto rodeada de agua. No éramos muchos los que quedábamos atrapados allí; solo un puñado de estudiantes desafortunados, aquellos que claramente no teníamos un coche esperándonos ni a alguien que se preocupara lo suficiente como para venir a buscarnos. Simplemente estábamos ahí, suspendidos en el tiempo, esperando a que el cielo dejara de llorar.

​Revolvía mis pensamientos al mismo compás que lo hacía con la cuchara dentro de la taza. Una parte traicionera de mi mente odiaba recordar; destellos de una vida pasada me asaltaban, una vida donde yo no sentía ser la protagonista, sino una mancha borrosa en un marco de fotos familiar, rodeada de extraños que decían ser mi sangre.

Dios, solo olvídalo, me ordené a mí misma.

​Me revolví el cabello con frustración, como si al desordenar mi exterior pudiera reorganizar el caos de mi interior. Recordé aquella promesa rota que me hice a mí misma: jamás volver a pensar en eso. Pero la mente es traicionera en los días grises.

​De repente, una rama golpeó con violencia el cristal de la ventana más cercana. El estruendo fue seco y brutal, provocando que todos en la sala saltáramos al mismo tiempo.

¿Cuándo va a terminar esto?

​Aparté la taza de mi vista, incapaz de seguir mirando mi propio reflejo, y escondí la cabeza entre mis brazos cruzados sobre la mesa. Sentí el frío de la madera contra mi frente, un contraste agudo con el calor que sentía en las mejillas. Los golpes de la lluvia contra el vidrio se intensificaron, y con cada impacto, mi cuerpo se estremecía involuntariamente.

​En momentos así, mi cama era mi única trinchera segura. Había logrado construir una fachada de acero, controlándome infinidad de veces para que nadie descubriera mi fobia, mi talón de Aquiles. Pero justo ahora, mis defensas se desmoronaban. Las cinco tazas de chocolate no habían sido suficiente sedante. Revisé mi teléfono por debajo de la mesa por décima vez: pantalla negra. La batería había muerto hacía una hora, pero una parte irracional de mí esperaba que, por milagro, encendiera para sacarme de allí.

¿Cómo voy a salir de esta situación?

​Cerré los ojos con fuerza, pero la oscuridad solo sirvió de lienzo para mis demonios. Los malos pensamientos me invadieron como una marea negra, nublando mi visión, mi humor, todo. Era un humo denso del que no conseguía escapar. Para otros, la lluvia era un momento para disfrutar, para dejarse golpear por las gotas como si fuera una bendición del cielo; para mí, era el eco de una pesadilla, el recuerdo de una niña inocente que no pidió ser la guerrera más fuerte de la vida, sino simplemente ser amada.

​De pronto, las puertas dobles de la entrada se abrieron de golpe, azotando las paredes con una fuerza descomunal. El sonido fue un disparo que rompió el hilo de mis pensamientos. Alcé la cabeza de golpe. No fui la única; el silencio sepulcral se apoderó del salón y todas las miradas convergieron en el mismo punto.

​Mis ojos se abrieron de par en par. Pude sentir cómo mi corazón se saltaba un latido, para luego detenerse en un suspenso doloroso. Mi respiración se cortó en seco. Abrí la boca para decir algo, pero las palabras murieron en mi garganta; ni un ruido, ni un susurro. Instintivamente, mi mano viajó a mi brazo y me pellizqué con fuerza, aferrándome a la esperanza de que fuera una alucinación provocada por el pánico.

​Pero no lo era.

​Su mirada firme y depredadora escaneó la habitación con precisión militar, ignorando a todos los demás, hasta que sus ojos se anclaron en los míos. Sus pasos resonaron firmes contra el suelo, acortando la distancia sin romper el contacto visual. Algo estaba distinto en él. Su parche, ese que solía ser de un marrón discreto, hoy era negro, un parche de seda oscura que ya no intentaba ocultar, sino que proclamaba su presencia. Llevaba el cabello echado hacia atrás, mojado, dejando que solo una mecha rebelde cayera sobre su frente.

​Y su ropa... Dios. Iba vestido de negro absoluto. Camisa, traje, corbata.

Una de dos: o este tipo es un gángster o viene de un funeral.

​Recordé que casi siempre vestía de oscuro, pero solía haber algún contraste. Hoy no. Hoy llevaba encima cuatro tonalidades diferentes de negro, como si él mismo fuera una extensión de la tormenta.

​Sin darme cuenta, su imponente presencia ya estaba a escasos metros de mí. Su respiración era agitada, visiblemente irregular. Estaba empapado. En su mano derecha apretaba una sombrilla cerrada; había corrido bajo el diluvio sin siquiera intentar abrirla. La urgencia en su postura me gritaba que no le había importado mojarse.

​—¿Por qué no esperaste? —dijo al fin. Su voz era grave, pero había una grieta de preocupación en su entonación que nunca antes había escuchado.

​Mi cerebro aún no procesaba la señal. Realmente estaba aquí.

Pero, ¿cómo?

​El silencio en la cafetería se volvió tan sofocante que juraría que podía escuchar las respiraciones contenidas de los curiosos que nos rodeaban.

¡Mierda!

​La realidad me golpeó. No podíamos estar aquí, no con todas esas miradas clavadas en nosotros. Me levanté de un salto, tomé sus manos frías y prácticamente salí volando del lugar, arrastrándolo conmigo. Él se dejó llevar sin resistencia. No me detuve hasta que llegamos a un rincón muerto, las escaleras que daban al sótano, un área prohibida donde solo había una puerta de mantenimiento cerrada las 24 horas.

​Me detuve con el pulmón en la boca, respirando profundamente, intentando calmar el galope de mi pecho. Mis pensamientos eran un torbellino, al igual que mi estómago revuelto por los cinco chocolates.




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