Hace millones de años, nació un nuevo mundo.
Junto a él, emergió una gema radiante, rodeada por siete auras, cada una con su propio fulgor. Estas auras emitían un poderoso flujo de maná que alimentaba la gema con una energía inmensa. Poco a poco, esa energía le otorgó conciencia, y la gema, viva ya en su esencia, decidió compartir su poder.
Así nacieron los cimientos del mundo: un suelo firme de roca que la abrazó con fuerza, incrustándola en su corazón. Era el primer latido de Elythen.
A su alrededor, la gema alzó siete pilares, uno por cada aura. Estos formaban una barrera protectora que la resguardaba de todo mal. Con el tiempo, desde cada uno de estos pilares, el terreno se extendió, dando origen a siete regiones distintas.
Los años pasaban, y todo florecía. La gema, ahora alma viva del mundo, distribuía su energía a cada rincón de su creación. La vegetación crecía sin descanso, con árboles majestuosos y flores nunca antes vistas.
De su energía nacieron también criaturas mágicas. Entre ellas, una especie en particular conquistó su corazón. Eran tan especiales, tan puras, que la gema se sintió reflejada en ellas. Fue esta especie la que le dio nombre al mundo: Elythen. Y Elythen, encantada, los amó en retorno. Estas criaturas eran inteligentes, conscientes, y representaban todo lo que ella sería si tuviera cuerpo.
No obstante, Elythen no tenía poder directo sobre sus criaturas. Su función era solo una: brindar energía para que la vida prosperara.
A estos seres, los más cercanos a su alma, se los conoció como Elyari.
Los Elyari eran empáticos, amables, generosos. Aprendieron a canalizar la energía que fluía a través de ellos y, al conectar su espíritu con Elythen, transformaban esa energía en magia. Sus dones siempre estaban ligados a sus pasiones y emociones más profundas.
Vivían en armonía, sin necesidad de líderes. Pero, de tanto en tanto, nacía un Elyari especial, capaz de comunicarse con Elythen mediante visiones y rituales. A estos se los llamaba Auriarcas, aunque también eran conocidos como Visionarios o Elegidos de Elythen.
No eran muchos. A veces pasaban milenios antes de que naciera uno nuevo. Sin embargo, eran los favoritos de Elythen. Aunque ellos creían haber sido elegidos por ella, la verdad era otra: Elythen no sabía quién sería su próximo portavoz, y lo esperaba con ansias. Amaba a sus criaturas, y a través de estos portavoces podía sentir, pensar y comprender mejor a su creación.
Pero si algo la intrigaba profundamente, eran esas siete auras que la rodeaban desde el principio. ¿Tendrían alma como ella? ¿Serían conscientes? Nunca logró comunicarse con ellas. Aunque recibía su poder, no podía entenderlas. Aun así, sentía un profundo apego y gratitud. Cada día, durante millones de años, intentó enviarles señales de agradecimiento. Pero jamás obtuvo respuesta.
Y como en todo mundo, incluso el más hermoso, siempre habita una semilla de oscuridad. Elythen no fue la excepción.
Algunos Elyari, cegados por la ambición, comenzaron a desear el poder de la gema, convencidos de que, si lo poseían, podrían gobernar el mundo. Pero la barrera creada por los siete pilares los destruía al instante cada vez que intentaban cruzarla.
Con los siglos, los intentos cesaron. Hasta que, un día, un joven se atrevió a intentarlo. Y, esta vez, lo logró.
Nadie comprendió cómo ni por qué. Al poner un pie dentro del círculo de las siete auras, su vida entera se proyectó ante el corazón de Elythen. Si ella hubiera tenido ojos, se habría ahogado en lágrimas.
Aquel joven había nacido sin magia.
Desde niño fue repudiado por su familia, obligado a ocultarse y a mentir durante toda su vida. Su única esperanza era arrebatar el poder de la gema. Pero al intentarlo, las siete auras se apagaron.
La barrera desapareció. Y la gran gema, el corazón de Elythen, se fragmentó.
En cuestión de minutos, la tierra comenzó a secarse. La vida se apagaba a su paso. Asustado, el joven huyó. Nadie logró encontrarlo.
Han pasado casi treinta años desde aquel día.
Elythen, el mundo que alguna vez fue un paraíso, es ahora tierra yerma. La vegetación ha desaparecido. En cada región se construyó un fuerte para almacenar los últimos alimentos, preparándose para lo peor.
Hoy apenas queda nada. Las raciones se reparten con menos frecuencia y en porciones más pequeñas.
Los Elyari ya no son los mismos. La desesperación ha reemplazado a la generosidad. Pero no los culpo. Pasamos de tenerlo todo a no tener casi nada. Todo por culpa de un ser sin magia, de un traidor cuya sombra aún nos persigue.
Tal vez confiamos demasiado en la fortaleza de Elythen. Nunca pensamos que algo pudiera dañarla. Nunca formamos un ejército. No creímos necesario defendernos.
Ahora todo ha cambiado.
En cada región, los Elyari han comenzado a organizarse, a entrenar, a defenderse sin depender de la magia perdida. Temen el regreso del Antimago. Y eso, en parte, también me asusta.
La tensión crece. Y temo que estemos a las puertas de una guerra por la supervivencia.
Las divisiones que nunca existieron han comenzado a formarse. Lo que antes era uno, unido y armonioso, se dividió en siete. Y, en homenaje a sus auras, fueron denominadas:
Aurealis, región del aura blanca.
Umbralia, del aura negra.
Saphyria, del aura azul.
Crimvayl, del aura roja.
Virendha, del aura verde.
Rosaneth, del aura rosa.
Y Morithen, región del aura morada, donde vivo.
La única Elyari a quien todos respetan, la única que no ha tomado partido, es nuestra Auriarca: Elgara, quien habita el Castillo Plateado, un edificio alto y resplandeciente como su nombre indica, con destellos lilas y un tejado que se eleva al cielo para curvarse en una punta retorcida hacia abajo.
Ella aún puede comunicarse con Elythen, aunque el alma del mundo está ahora débil y casi en silencio.
Esa conexión es nuestra última esperanza.