Bajo la luz de Elythen

Capítulo 2

La situación en Elythen era extremadamente extraña para todos sus habitantes, y muchos se veían obligados a mentir y engañar para conseguir un poco de alimento. Algunos incluso habían recurrido a robar, aun con lágrimas en los ojos.

Ninguno de nosotros deseaba aquello, nadie esperaba una situación tan desastrosa, pero era la realidad que nos había tocado, y debíamos aprender a convivir con ella.

Odiaba ver la violencia, una palabra que, en mis sesenta años de vida, jamás había tenido cabida en mi vocabulario. Ni siquiera sabía lo que era... hasta este momento de necesidad.

Y sí, he dicho sesenta años, aunque para vosotros, los terrícolas o mundanos, eso equivaldría a unos veinte aproximadamente. ¿Que cómo lo sé? Dejémoslo para más adelante.

En aquel entonces, yo no sabía de vuestra existencia, ni de la de vuestro mundo. Solo sabía que el mío estaba muriendo... y que no podía hacer nada para evitarlo.

—¿Nary? —la voz jovial y melódica de Lorias me sacó de mi ensimismamiento.

Estaba en la gran mesa frente al fuerte que habíamos construido: un edificio de madera y roca en el centro del territorio, donde almacenábamos todo el alimento que quedaba en nuestra región. Cada día, por turnos, cocinábamos y servíamos la comida. Ese día me tocaba a mí junto a otros Elyaris, repartidos a lo largo de una extensa mesa de madera. Así que allí estaba, sirviendo la ración del día, mientras me costaba dar crédito a todo lo que estaba ocurriendo.

—Perdona, Loris… No consigo sacarme de la cabeza lo que está pasando en Elythen —le comenté, casi en un susurro, mientras metía el cucharón de madera en la enorme olla negra y llenaba los cuencos de barro que se colocaban frente a mí, uno tras otro. Lorias, a mi derecha, entregaba una hogaza de pan a cada Elyari que pasaba por su lado.

—Lo sé… Yo tampoco consigo dormir por las noches. ¿Qué será de nosotros cuando no quede ningún alimento? La tierra no es fértil… Por más que intentamos cultivar, no obtenemos nada…

—El ganado tampoco nos está ayudando —agregué.

En nuestra región, Morithen, nos dividimos en distintos grupos con la esperanza de revivir Elythen de alguna manera.

Algunos se encargaban del cultivo, como Lorias; otros del ganado, como yo; algunos se entrenaban para formar parte del ejército; otros estudiaban el terreno y el clima en busca de respuestas... o de una solución. Todos, de una u otra forma, buscábamos lo mismo: la salvación.

Antes de que la magia desapareciera, el ganado era abundante. Pero desde la pérdida de las Auras, muchas criaturas se debilitaron y dejaron de ser útiles. Solo nos quedamos con dos especies.

Los Sárkils, aves robustas de plumaje moteado en tonos ceniza y crema. Producen huevos de alto valor, carne magra ocasional y plumas cálidas. Su carne solo se consume en ocasiones especiales, por su escasa reproducción.

Los Mirkorells, pequeñas criaturas de largas orejas y ojos apagados. Conservan un pelaje espeso y oscuro, muy valorado por su resistencia al frío. Su carne se consume de forma controlada, y sus heces sirven como abono para los cultivos de subsistencia que sobreviven bajo el dosel del bosque.

Cada dos meses, un grupo de criadores va en busca de Nolgas, moluscos gigantes de caparazón rizado y oscuro. Su baba, antes cargada de propiedades curativas, ahora solo sirve como bálsamo suave para la piel y el alma. En los días más duros, los hervimos para preparar una sopa espesa. Sus caparazones se usan como recipientes y adornos rituales.

No es mucho, pero podemos sobrevivir con ello.

Cada región tiene su propio ganado y cultivos. Durante un tiempo se pensó en comercializar, pero Oryndor se negó rotundamente. Estamos en un estado de supervivencia, y él sentía que lo mejor era que cada región subsistiera con lo que tenía, salvo en casos urgentes.

Oryndor nos contó que todas las regiones pactaron para no permitir que ningún Elyari falleciera por nuestras divisiones. Y menos aún después de la pérdida de mis padres.

Fue justo cuando la magia desapareció. Cayeron enfermos con un mal que nadie conocía. Y fallecieron antes de que pudiéramos darnos cuenta.

En Morithen, el mando lo llevaba Oryndor, un hombre que no perdió la cordura cuando el caos comenzó a extenderse por nuestro mundo. Su sonrisa serena y su capacidad para hacernos sentir que todo saldría bien fue lo que hizo que la mayoría lo votara.

Confiábamos en él ciegamente. Aunque, si éramos honestos, Elythen había cambiado demasiado como para volver a ser como antes.

Lorias parecía triste, pero regalaba una bonita sonrisa a cada Elyari que se paraba frente a él. Era encantador... y me destrozaba verlo hundirse poco a poco.

Terminamos nuestro turno y nos sentamos a comer lo que había sobrado. Eso era lo peor de los días de cocina: tras horas sirviendo a los demás, comías lo que quedaba pegado al fondo de la olla.

Lorias soltó una carcajada al ver mi cara de asco frente al cuenco de barro.

—Vamos, no es para tanto —trató de animarme, llevándose una cucharada a la boca. Intentó fingir que no estaba tan mal.

Lorias era un chico atractivo, con la tez pálida típica de los Elyaris, ojos color miel y cabello rizado castaño ceniza. Un flequillo le caía de lado de forma encantadora.

Los Elyaris compartíamos muchas características: piel tan pálida como las nubes, y colores pastel en cabellos, ojos e indumentarias. Digamos que nos movíamos en la gama de colores del cielo. Mi cabello, por ejemplo, era blanco como la nieve, y mis ojos celestes casi blanquecinos.

Tras unas risas y algunos suspiros, al fin conseguimos terminar esa masa que se hacía pasar por comida. El silencio nos envolvió. Pero ya era común.

—¿Sigues teniendo esos sueños? —preguntó sin mirarme.

—Sí... Siempre es lo mismo: un mundo totalmente diferente, con criaturas parecidas a nosotros, pero con muchas diferencias. Veo los mismos rostros, los mismos ojos, y ellos también me miran, extrañados. Y ahí me despierto...




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