Bajo la luz de Elythen

Capítulo 3

No me hizo falta entrar en el castillo para darme cuenta de que no estaba allí. La localicé de pie en el centro, donde antes latía el corazón de Elythen.

Miraba al cielo con las palmas hacia arriba, pero los codos pegados a los costados.

Estaba de espaldas a mí.

Era bastante mayor —aunque nadie conocía su edad exacta— y el paso del tiempo se notaba en su piel arrugada.

Era gordita y no muy alta.

Su largo cabello plateado, decorado con pequeñas trenzas, ondeaba al viento con una elegancia tranquila.

—Puedes acercarte, Naerya —dijo, como si me hubiese estado esperando. Siempre me sorprendía su intuición, aunque conocía bien su peculiar Don.

Di un pequeño sobresalto y me acerqué con cautela.

Era tan extraño poder atravesar lo que, hacía unos años, era una peligrosa barrera. Inimaginable la idea de acercarse siquiera.

—Es sorprendente, ¿verdad? Cómo podemos pasar de tenerlo todo… a casi no tener nada, en cuestión de tan solo unos años.

Se giró lentamente hacia mí, y sus ojos blancos y tristes parecieron atravesar mi alma.

Asentí con pesar y desvié la mirada.

—¿Has podido contactar con Elythen? —pregunté con cierta inseguridad. Sabía que no debíamos precipitarnos, que había que esperar respuesta del Auriarca… pero no sabía cómo comenzar esa conversación, ni cómo explicarle lo de mis sueños.

—Aún no —respondió. No pareció molesta, pero su tono denotaba cierta impaciencia.

—¿Puede ser que tu Don… se haya extinguido? Como nos pasó con la magia… —La pregunta salió sola, pero me arrepentí al instante.

Sin embargo, Elgara sonrió y miró hacia los pilares.

—Ella siguió enviando señales incluso cuando su corazón se destrozó. Su alma sigue ahí. Pero el contacto es débil por la falta de las Auras, y por más que lo intento… me resulta imposible interpretarla. —Frunció ligeramente el ceño, con preocupación y frustración a la vez.

—Perdona, no debería haberle preguntado eso.

—Ya lo has hecho, hija —soltó una breve carcajada y me invitó con la mano a acercarme aún más.

Obedecí, colocándome a su lado, justo en el centro del círculo.

—Aquí estaba su corazón… el que se destruyó por codicia.

—¿Y dónde se encuentra ahora?

—Lo guardo en el castillo, en un lugar privado, donde nadie pueda localizarlo. Está fragmentado en siete… justo como las Auras que le daban su poder. Me pregunto qué habrá sido de ellas —se quedó pensativa unos segundos y luego volvió en sí—. Pero dime, joven… ¿qué te trae aquí?

La pregunta del siglo.

Mis pulsaciones se aceleraron y empecé a retorcer mis dedos.

—Pues… esto…

—¿Crees que Elythen te ha mandado una señal? —acertó, adivinando mis pensamientos.

—Verá…

—Vayamos al castillo y me cuentas tranquilamente lo que ha sucedido. Allí estarás más tranquila —propuso, colocándome una mano en la espalda y guiándome fuera del círculo hacia el castillo, que estaba a tan solo unos pasos.

Asentí y la seguí.

Subí las pequeñas escaleras, y justo al estar frente a las puertas, un Mafqui apareció sobre nosotras, atravesándolas.

Era una pequeña criatura fantasmagórica. Redonda de color turquesa iluminada, que muchos Elyaris tenían en casa como vigilantes y mascotas.

Solían asociarse a un hogar y en él permanecían de por vida. Aunque no podían hablar, eran sociables, y con sus ojos y adorables sonidos podían comunicarse si los conocías bien.

—Esta es Naerya, Celiq. Tiene algo importante que contarme. Pasaremos adentro, no me gustaría que nos molesten. Si alguien viene a verme, házselo saber. —El Mafqui emitió un sonido de aprobación y desapareció de nuevo tras la puerta.

Segundos después, esta se abrió sola y nos adentramos en el castillo.

Un pasillo no muy largo nos condujo a un gran salón abierto.

Era luminoso, radiante.

Los cinco ventanales permitían que la luz del sol llenara cada rincón del lugar.

Las paredes, blancas y relucientes, apenas mostraban mobiliario.

En el centro había un sofá de un celeste muy claro, acompañado de dos sillones a juego, que parecían sumamente cómodos.

Al otro lado del salón, una mesita para cuatro descansaba sobre una alfombra beige, sobre el suelo de madera de eucalipto.

La acompañaban dos sillas elegantes, con respaldo alto en tonos lilas.

Las paredes lucían algunas imágenes de antiguos Auriarcas, y en pequeñas estanterías blancas se alineaban varios libros.

Lo que más destacaba, junto a los ventanales, eran las macetas colgantes con preciosas plantas de diferentes tipos.

Todo estaba dispuesto con orden, espacio y limpieza.

Me quedé quieta contemplando cada rincón. Transmitía paz.

Era la primera vez que entraba, y me pareció lo mejor que había hecho en toda mi vida.

—Acompáñame —me pidió, adelantándose hacia uno de los sillones—. ¿Quieres algo de beber o comer?

Negué con la cabeza.

Ella asintió, se sentó lentamente y, con un suspiro, pareció dejar escapar el peso de sus preocupaciones.

Yo dudé un segundo, hasta que me dio permiso con una sonrisa.

—Puedes sentarte, joven.

Asentí y me acomodé en el sofá, cerca de ella.

—Cuéntame. ¿Qué es lo que te preocupa?

No sabía por dónde empezar.

Mis dedos volvían a retorcerse por los nervios, pero debió notarlo, porque colocó una de sus frías manos sobre las mías.

Me transmitió una calma inmediata.

De repente, me sentí capaz de hablar.

—Últimamente he tenido unos sueños muy extraños… —Hice una pausa, esperando algún comentario, pero ella solo aguardó, en silencio, para que continuara—. Veo una especie de templo que nunca he visto antes. Luego, aparezco en un mundo distinto a este. Sin embargo, hay criaturas muy parecidas a nosotros… aunque con colores diferentes en la piel, ojos y cabello.

Lo más extraño es que recuerdo ciertos rostros que juraría no haber visto nunca, pero que me resultan familiares. Y ellos también me miran, como si pudieran verme… Y entonces despierto.




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