“Las niñas no hacen berrinches, las niñas son calladas y tranquilas, las niñas tienen que saber sentarse, comer y actuar.”
Palabras que vengo escuchando desde que tengo uso de razón. Por mes lograba pasar por dos o hasta por cinco familias diferentes, gracias a eso, al cumplir los diez años, ya sabía ubicarme en diferentes lugares de esta enorme ciudad tomando como referencia aquellas casas donde estuve por breve tiempo. Con respecto a aquellas familias, las cuáles los nombres de sus integrantes ya olvidé, se podría decir que los más valientes me aguantaban dos semanas, el resto me regresaba al orfanato a los tres días de haberme llevado, ¿La razón? simple, yo no acataba ninguna regla u orden que se me imponía, hacía lo que quería cuando quería: desde raparle la cabeza a mi nuevo padre, darme un baño de lodo junto a la mascota para sentarme en los muebles perfectamente limpios, o hasta romper los nuevos platos de porcelana de mi nueva madre.
No me gustaba irme del orfanato, amaba este lugar, quería estar junto a mis amigos y Mildred, la mujer que me cuido desde que era un bebé. Debo ser franca cuando digo que amaba soñar, porque en mis sueños, nosotros estábamos juntos para siempre, pero la realidad era otra: mientras yo batallaba para volver junto a ellos, con el paso de los años, mis amigos, aquellos niños con los que crecí, iban abandonando el orfanato conforme eran adoptados, y pese a que jurábamos que regresaríamos, ellos nunca volvían. Perdí la cuenta de cuantas horas y semanas esperé sentada mirando por la ventana para ver ese mismo auto que se los llevó en la entrada volver, pero eso nunca pasó.
Dieciocho años, muchos amigos que nunca volvieron y muchas promesas que nunca se cumplieron, soy consciente que mí tiempo en este lugar se agota cada vez más… Pero la idea de verme forzada a formar parte de un hogar, simplemente no es para mí.