Bien dicen que los rusos son las personas más estrictas del mundo, ¡Cuánta razón!, hasta ahora no había batallado tanto porque me regresen al orfanato; un mes, un mes de sufrimiento con ellos, un mes de aguantar orden tras orden. Al parecer, estos fueron puestos bajo advertencia por Mildred, guardaron toda la loza cara, las tarjetas del banco estaban en una caja fuerte, hasta los muebles estaban forrados en plástico. Pese a que ya logré librarme de ellos, aún me mantengo algo confundida, ¿Lo hicieron verdaderamente por mí o son así de estirados?
—Nerea dejar de patear el asiento —la mujer rubia volteó a observarme y pese a aquellas gafas oscuras que traía, parecía que de sus ojos brotaban llamaradas de fuego.
—¿Cuánto falta? —pregunté mientras me acomodaba en el asiento posterior pero no obtuve respuesta alguna.
Descarada, bocona y arrogante; palabras con las que ellos me clasificaron, sumado a algunas cosas en ruso que no logré entender y que posiblemente era una larga fila de insultos.
—¿Creer que esto salga? —le preguntó ella a su esposo y este simplemente resopló con fuerza y se encogió de hombros.
Al llegar a la esquina distinguí el orfanato, que si bien era pequeño y viejo, yo aún lo seguía observando tan hermoso como desde que era niña; los tablones algo carcomidos de la entrada y la reja algo despintada fue lo que me dio nuevamente la bienvenida.
—Bajar tus maletas —ambos salieron dando un portazo dejándome en completo silencio dentro del automóvil.
Al bajar, fui a la maletera y retire mi equipaje, debo admitir que si algo no extrañaría sería ese fétido perfume que usaba la Señora Strakovski, tan solo en el trayecto desde su casa hasta aquí siento dolor de cabeza.
Si tuviera que describir que es lo que siento en estos momentos, tendría que decir que es alivio y paz interior, y estos sentimientos se refuerzan conforme abro la reja y esta me recibe con su chirriante sonido. Inmediatamente, y como si tuviera un censor incorporado, Mildred abrió la puerta y me observó furiosa al ver el nuevo color de piel que traían mis ex padres adoptivos.
—Ya conoces la rutina —me dijo mientras le plantaba un beso en su mejilla y prácticamente entraba saltando al interior.
“¿Cuándo será el día en que dejes de ser terca como una mula y te acoples a donde vayas?”, Mildred me repetía eso en cada ocasión cuando volvía. No creo ser una salvaje, o tal vez si, hasta ahora nadie ha salido lastimado por alguna de mis jugarretas, o al menos no que yo recuerde. Yo soy como soy, nunca me gustó que me impongan las cosas y siempre me ha gustado hacer todo a mi manera.
—¡Hermana Nerea! —Nataly vino corriendo hacia mí, ella era una de las recién llegadas, llevaba poco más de dos meses aquí— ¡Volviste! —sus pequeños ojos se iluminaron conforme me abrazaba.
—Siempre regresa… —Stephan salió de una de las habitaciones con las manos atrás de la cabeza, esto generó que una pequeña risa se me escapara.
—Gracias por la confianza Stephan —exclamé con ironía mientras revoloteaba los rizos de su cabello— ¡Tenía que volver! Los extrañé mucho en este tiempo.
—¡Vamos, es hora de agregar una marca! —gritaron ambos al unísono mientras corrían hacía mi habitación.
Stephan y yo teníamos una tradición; él, al llevar dos años aquí, ya sabía la rutina, cuando regresaba siempre aumentábamos una raya a la pared que simbolizaba una familia que falló con su misión, era una especie de muro de logros.
—Le toca a Nataly agregar la raya por ser nueva —extendí el marcador negro y ella lo tomó con sus pequeñas manos.
—¿Aquí? —dijo señalando cuatro palos juntos.
—Sí, tacha una línea en vertical.
—¡Con esta ya son cincuenta y nueve! —gritó el pequeño a todo pulmón.
Stephan saltó hacia mi cama y Nataly lo siguió, amaba estar con ellos, en general, amaba a cada niño que llegaba a este lugar, les trataba de dar todo el amor que podía como hizo Mildred conmigo cuando era niña, por eso el despedir a uno cuando se marchaba era difícil, pero con los años entendí que, si era por su felicidad y bienestar, era necesario despedirlos con una inmensa sonrisa y sin llanto.
La puerta se abrió nuevamente y George, el segundo veterano que ya llevaba cuatro años aquí, entró cargando consigo una enorme bolsa en su espalda. Nataly palideció al igual que Stephan y yo no entendía el porqué.
—En vista que Nerea regresó, ustedes me deben todo el fondo de dulces —exclamó mientras bajaba la pesada bolsa.
—Así que… ¿Apostaron mi regreso? —volteé a observarlos simulando estar ofendida.
—¡Nataly se la pasó llorando y dijo que no volverías, yo dije que sí, fue su culpa que surgiera la apuesta!
—¡No es verdad, fue culpa tuya también! —le replicó ella.
—Bueno, la culpa es de los dos por apostar, les dije que regresaría y ambos comenzaron a discutir, esto es mío ahora —George sonrió dejando a la vista un orificio producto de un diente caído—. Fue un placer hacer negocios.