Bajo la nieve de Birchwoood

Prólogo

En algunas casas, el silencio no es ausencia de ruido, sino una herencia.

Birchwood siempre había sido así. Grande. Imponente. Inmutable. Una casa diseñada para resistir el paso del tiempo y para recordar, a quien la habitara, su lugar exacto dentro de ella. Allí, todo tenía un orden preciso: los retratos en las paredes, los nombres en los títulos de propiedad, los pasos que se daban sin desviarse del camino marcado.

Alexander Whitmore había crecido aprendiendo que el mundo funcionaba del mismo modo. Cada cosa tenía un valor, cada persona una función, cada decisión un cálculo. Nada debía dejarse al azar. Nada debía sentirse más de lo estrictamente necesario.

Nunca se había preguntado qué ocurría cuando algo —o alguien— no encajaba en ese sistema.

Tampoco Eleanor Moore había imaginado alguna vez una casa como Birchwood. Su mundo estaba hecho de espacios pequeños, de números ajustados y de silencios distintos: los de la renuncia, los de la espera, los de la dignidad sostenida con esfuerzo. Había aprendido a no ocupar más lugar del necesario, a moverse sin ser vista, a existir sin reclamar.

Dos mundos separados por muros invisibles.
Dos silencios que no se parecían en nada.

Ese diciembre, la nieve borraría los caminos conocidos. El invierno cerraría puertas, aislaría certezas y obligaría a mirar de frente aquello que siempre había sido más cómodo ignorar.

Porque hay encuentros que no nacen del deseo, sino de la necesidad.
Y hay miradas que solo aprenden a ver cuando ya no queda dónde huir.

Antes de que la nieve cayera, antes de que Birchwood dejara de ser solo una casa, ninguno de los dos sabía que el verdadero invierno no estaba afuera… sino en todo lo que aún no se atrevían a sentir.




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