Eleanor
El frío de Londres en diciembre tiene una forma particular de colarse bajo la piel. No es solo el aire helado que muerde las mejillas al salir de la estación de metro; es un frío que se instala en los huesos y se queda allí, como un recordatorio constante de que el invierno es largo y los días son cortos. Sobre todo cuando apenas tienes unas libras en el bolsillo.
Mis manos, metidas en los bolsillos de mi abrigo de lana gastada, contaban monedas en silencio. Un hábito nervioso. Una libra para el autobús, dos para un sándwich barato en la cafetería de la universidad, el resto guardado celosamente para el alquiler de la habitación minúscula que compartía con dos compañeras más. Cada pensamiento en mi cabeza giraba en torno a números, cálculos, restas. Estudiar Sociología era mi refugio, el único lugar donde los números no importaban y las ideas sí. Pero fuera del aula, la realidad era una ecuación perpetua.
Caminaba rápido, esquivando a la multitud que se agolpaba en Oxford Street, deslumbrada por las luces navideñas y los escaparates brillantes. Yo solo veía el reloj. Llegaba tarde al turno.
Los Whitmore vivían en un barrio donde los árboles estaban perfectamente podados y el ruido de la ciudad se atenuaba hasta convertirse en un murmullo educado. Su casa no era una casa; era una mansión georgiana de ladrillo rojo, con ventanas altas y una puerta negra tan imponente que, incluso después de seis meses yendo allí tres veces por semana, aún me hacía sentir pequeña.
Toqué el timbre, conteniendo el aliento como siempre. Me recibió la señora Pembleton, la ama de llaves, con una sonrisa cortés que nunca llegaba a sus ojos.
—Eleanor, pase. La pequeña Charlotte está en la biblioteca terminando sus deberes.
Asentí, dejando mi abrigo modesto junto a los caros abrigos de piel y las gabardinas de diseño que colgaban en el vestíbulo. Mi suéter de cuello alto, de un beige desvaído, parecía aún más simple contra la opulencia del mármol y las molduras doradas.
Subí las escaleras de madera oscura, sintiendo el suave crujir de la alfombra bajo mis botas. Aquí todo era silencio, orden, una belleza impecable que resultaba abrumadora. Yo era una intrusa, una pieza funcional y temporaria en una maquinaria que funcionaba a la perfección sin mí.
Encontré a Charlotte sentada en una gran mesa de roble, concentrada en un problema de matemáticas. Al verme, su rostro se iluminó.
—¡Eleanor! ¿Trajiste los cuadernos de colores?
Esa era nuestra rutina. Después de ayudarla con los deberes, leíamos o dibujábamos. Para una niña de diez años que tenía todo lo material que pudiera desear, lo que más anhelaba era atención. Y yo se la daba, gustosamente. En su inocencia y su cariño directo, Charlotte era el único miembro de la familia que me hacía sentir, por un instante, que pertenecía.
Mientras ella resolvía la última ecuación, mis ojos vagaron por la biblioteca. Estanterías que llegaban al techo, libros antiguos con lomos de cuero, el olor a papel viejo y cera. Un mundo de conocimiento y lujo que me resultaba tan fascinante como ajeno.
Fue entonces cuando lo vi.
Alexander Whitmore estaba de pie junto a la puerta francesa que daba al jardín, hablando por teléfono. No me había visto entrar. Su perfil estaba recortado contra la luz grisácea de la tarde. Alto, con una postura que denotaba una seguridad innata, vestido con una camisa blanca impecable y pantalones oscuros. Su cabello negro estaba perfectamente peinado, y su expresión era seria, concentrada en la llamada.
Siempre que lo veía, sentía lo mismo: una distancia insalvable. No era grosero. En las pocas ocasiones en que nuestras rutinas se cruzaban, un leve asentimiento de cabeza era todo el reconocimiento que recibía. Era “la niñera”. Una empleada más en la larga lista de personas que mantenían su mundo funcionando sin esfuerzo aparente. Para él, yo era invisible o, quizás, solo un mueble funcional. Una parte del paisaje doméstico que no requería mayor consideración.
Colgó el teléfono y, al girar, su mirada azul oscuro pasó por encima de Charlotte y se posó en mí por una fracción de segundo. No hubo sonrisa ni saludo. Solo un reconocimiento breve, casi impersonal, antes de que sus ojos regresaran a su hermana.
—Alexander, ¿me ayudas? —preguntó Charlotte.
—Ahora no, Charlie. Tengo cosas que hacer —respondió. Su voz era clara y firme, pero no dura.
Se despidió con otro gesto hacia ella y salió de la habitación sin mirarme de nuevo.
Esa era nuestra interacción típica. Breve, fría, eficiente. Yo no le importaba. Y, en ese momento, trataba de convencerme de que él tampoco me importaba a mí. Él era solo el hermano mayor de la niña a la que cuidaba, un recordatorio andante de un mundo al que nunca aspiré pertenecer porque sabía que sus puertas no estaban hechas para gente como yo.
—¿Eleanor? —la vocecita de Charlotte me sacó de mis pensamientos—. ¿Estás bien?
Forcé una sonrisa, la misma sonrisa tímida pero sincera que era mi escudo.
—Sí, cariño. Perfectamente. Terminemos esto y luego dibujamos ese reno que había prometido, ¿de acuerdo?
Mientras ella se concentraba de nuevo, yo volví a mis cálculos mentales. Las horas de este turno, el dinero que ganaría, lo que me faltaba para los libros del próximo semestre. Era mi vida. Un equilibrio precario entre el sueño de un futuro mejor y el esfuerzo constante, silencioso, que nadie más parecía notar.
No sabía entonces que este diciembre no sería como los demás. Que el frío de Londres pronto sería reemplazado por la nieve de un bosque remoto, y que el hombre que acababa de salir de la habitación sin verme dejaría de mirar a través de mí para, por primera vez, empezar a verme realmente.