Alexander
La niñera estaba en la biblioteca otra vez.
Desde el umbral de la puerta, la observé un momento antes de que ella se diera cuenta. Sentada junto a Charlotte, inclinada sobre el cuaderno, con ese pelo castaño claro cayéndole sobre un hombro. Susurraba explicaciones con una paciencia que me parecía, francamente, excesiva. Charlie podía ser insistente, pero nunca había visto a esta chica —Eleanor, según recordaba— perder la calma.
Entré para buscar el informe que había dejado olvidado en el escritorio. Mi padre quería revisar las cifras antes de la cena. Al pasar, su mirada se levantó por un instante. Esos ojos azules, mucho más claros que los míos, me encontraron. No hubo nerviosismo ni sonrisa forzada, como la de otros empleados. Solo un breve, casi imperceptible, asentimiento de reconocimiento antes de volver a concentrarse en Charlie. Como si yo fuera una pintura en la pared. Una parte del mobiliario.
La idea me irritó, sin saber bien por qué.
—Alexander, ¿me ayudas? —pidió Charlie.
—Ahora no, Charlie. Tengo cosas que hacer —respondí, recogiendo la carpeta.
Sentí, más que vi, cómo la atención de Eleanor volvía al cuaderno. No me importaba. En realidad, no pensaba en ella.
Esa es la cuestión. No pensaba en ella.
Para mí, Eleanor Moore era un elemento funcional dentro del sistema de nuestra casa. Un sistema que, afortunadamente, siempre había funcionado a la perfección. Había habido niñeras antes, tutores, chefs, chóferes, personal de limpieza. Eran rostros que cambiaban con los años, pero cuyo propósito y lugar permanecían constantes: discreción, eficiencia, utilidad. Ella era la actual “niñera”. Joven, estudiante, según me había comentado mi madre de pasada. Lo suficientemente responsable como para que Charlie la quisiera, y lo suficientemente dócil como para no causar problemas.
Nada más. Nada menos.
Bajé las escaleras hacia el estudio de mi padre. El aroma a cuero y madera de caoba era familiar, reconfortante. Aquí todo tenía un orden, un precio y un valor claro. Las cosas eran así. La gente, también. Mi mundo estaba construido sobre capas de expectativas y responsabilidades que, aunque a veces pesaban, eran tan naturales para mí como respirar. No tenía que cuestionar si la universidad sería pagada, o si podría permitirme los libros, o si un turno extra significaría la diferencia entre comer o no. Esas no eran variables en mi ecuación. Jamás lo habían sido.
Durante la cena, mis padres hablaron de compromisos sociales, de la temporada navideña que se avecinaba y de lo imposible que sería llevar a Charlie a todos los eventos.
—La pobre se aburriría mortalmente —dijo mi madre, tomando un sorbo de vino—. Y necesitaremos que alguien se quede con ella en Birchwood. La casa estará cerrada, pero con la temporada de cenas y galas…
Birchwood. La casa de campo en Northumberland. Un lugar de inviernos crudos, silencio absoluto y recuerdos de infancia llenos de espacios vacíos.
—Podríamos pedirle a Eleanor que la acompañe —sugirió mi padre sin levantar la vista de su plato—. Charlotte la adora. Y la chica parece sensata.
Eleanor. El nombre sonó extraño en la mesa del comedor, entre la porcelana fina y la cristalería. La imagen de ella en la biblioteca, con su suéter humilde, me vino a la mente. La idea de que pasara semanas en Birchwood, moviéndose por esas habitaciones frías, me resultó… incongruente. Birchwood era de la familia. Un retiro privado.
—¿No sería… una intrusión? —comenté, sin querer sonar brusco, pero tampoco entusiasta.
Mi madre me miró con una leve sorpresa.
—¿Intrusión? Alexander, es su trabajo. Y nos haría un gran favor. Además, necesita el dinero, estoy segura. Los estudiantes siempre lo necesitan.
Ahí estaba. La lógica simple y práctica de mi mundo. Ella necesitaba el dinero. Nosotros necesitábamos el servicio. Una transacción limpia, sin sentimentalismos. Como todo.
—Supongo que tienes razón —asentí, llevando el tenedor a la boca.
No era asunto mío, en realidad. Si mis padres decidían que la niñera pasara la Navidad en nuestra casa de campo, era su decisión. Yo simplemente estaría allí, probablemente aburrido, esperando a que pasaran las interminables fiestas.
Más tarde, subiendo a mi habitación, pasé por delante de la puerta entreabierta de la sala de juegos. Oí la risa de Charlie, clara y alegre, y luego una risa más suave, contenida. La de ella. Me detuve un segundo. Eleanor le estaba leyendo un cuento, haciendo voces diferentes. Sonaba absurdo. Infantil.
Pero Charlie reía. De verdad.
Me alejé sin hacer ruido, una sensación extraña instalándose en mi pecho. No era empatía ni interés. Era más bien… desconcierto. No entendía esa dedicación, ese esfuerzo por algo tan trivial como hacer reír a una niña. En mi mundo, las cosas se obtenían o se delegaban. El esfuerzo personal era para los negocios, para los estudios, para los resultados. No para las voces tontas en un cuento antes de dormir.
Al llegar a mi habitación, miré por la ventana los jardines iluminados por faroles. Londres brillaba a lo lejos. Pensé en Birchwood, en la nieve que ya debía de estar cubriendo los prados, en el silencio que llenaba los pasillos.
Y, sin querer, pensé en cómo se vería esa niñera, Eleanor, allí. Fuera de lugar. Como un pájaro pequeño en una pajarera de cristal demasiado grande.
Sacudí la cabeza, apartando el pensamiento. No era mi preocupación. Ella haría su trabajo. Yo haría lo que se esperaba de mí. Y la Navidad, como cada año, pasaría.
Después de todo, ella solo era la niñera.