Eleanor
La lluvia fina de diciembre empañaba las ventanas de la cocina de servicio, donde la señora Pembleton me había ofrecido una taza de té antes de irme. Agradecí el gesto, aunque el ruido de la taza contra el plato, demasiado delicado para mis dedos fríos, me hizo sentir torpe. En esta casa, hasta la vajilla secundaria era más fina que cualquier cosa que hubiera tenido en mis manos.
Estaba revisando mentalmente mi horario de la semana —universidad por la mañana, turno aquí por la tarde, el trabajo extra en la librería los sábados— cuando la puerta se abrió.
No era la señora Pembleton. Era la señora Whitmore.
Me levanté de inmediato, un gesto automático de respeto que sentía necesario cada vez que estaba en presencia de los dueños de la casa. Llevaba un vestido de seda color vino y una sonrisa amable, pero distante, como todo en ella.
—Eleanor, por favor, siéntate —dijo con un gesto de la mano, tomando asiento en la silla contraria.
Su perfume, algo ligero y caro, llenó el espacio entre nosotras.
—Charlotte ha estado radiante con tus sesiones de estudio. Su última evaluación fue excelente.
—Me alegro mucho, señora Whitmore. Ella es muy lista y se esfuerza —respondí, con las manos entrelazadas sobre la mesa.
El elogio me hizo sentir bien, pero también alerta. Rara vez recibía visitas en la cocina.
—Sí, lo es —hizo una pausa, jugueteando con un anillo de brillantes en su dedo—. Justamente por eso quería hablar contigo. Sabes que se acercan las fiestas.
Asentí. Las fiestas. Un concepto que en mi mundo significaba horas extra en la librería, calles iluminadas que observaba desde el autobús y una cena tranquila con mis compañeras de piso si lográbamos coordinar horarios.
—Tendremos muchos compromisos sociales. Demasiados, la verdad, y poco apropiados para una niña de la edad de Charlotte. Mi marido y yo pensamos pasar una buena parte de las vacaciones en nuestra casa de campo, Birchwood, en Northumberland. Es un lugar precioso, muy tranquilo, rodeado de bosques.
La escuchaba, sin entender aún hacia dónde iba la conversación.
—La idea es que Charlotte pase allí la Navidad; le hará bien el aire puro. Pero nosotros… bueno, tendremos que ir y venir a Londres para algunos eventos inevitables.
Sus ojos, del mismo azul intenso que los de su hijo, aunque más cálidos, se posaron en los míos.
—Nos preguntábamos si te gustaría acompañarla. Serías su compañía, te encargarías de su rutina, como haces aquí. Pero allá, durante… digamos, las dos semanas de vacaciones navideñas.
El aire pareció salirse de mis pulmones.
Irme con ellos.
Pasar la Navidad en una casa de campo… de los Whitmore. La idea era tan ajena a mi realidad que mi mente no podía procesarla. Solo veía obstáculos: mi trabajo en la librería, el dinero que perdería, la incomodidad insondable de vivir, aunque fuera temporalmente, dentro de su burbuja de lujo absoluto.
—Yo… —tragué saliva—. Señora Whitmore, agradezco la consideración, pero… mis otros compromisos…
—Por supuesto, lo hemos pensado —interrumpió suavemente—. Sería un contrato temporal, con una compensación acorde. El triple de tu tarifa semanal habitual, más todos los gastos cubiertos. Viaje, comida, todo.
El triple.
Las palabras resonaron en mi cabeza, ahogando de inmediato todas mis protestas. Con ese dinero podría pagar los libros del próximo semestre y adelantar una parte del alquiler. Podría respirar, solo un poco, sin ese nudo constante de ansiedad en el estómago. Podría dejar el trabajo de la librería ese mes sin remordimientos.
El sacrificio era mi orgullo, mi comodidad, mi Navidad como la conocía. Pero el orgullo no pagaba las facturas.
Vi cómo ella leía mi conflicto en el rostro. No era una mujer insensible; simplemente habitaba una realidad donde los problemas económicos se resolvían con una transferencia bancaria.
—No tienes que decidirlo ahora —dijo, levantándose—. Piénsalo hasta el viernes. Para nosotros sería una gran ayuda, Eleanor. Y Charlotte estaría encantada.
Cuando se fue, me quedé mirando la taza de té, ya fría. Afuera, la lluvia teñía de gris el crepúsculo londinense. Mi mente era un torbellino.
Por un lado, la oportunidad. El alivio económico que significaba ese dinero. Por otro, la profunda incomodidad. Alexander estaría allí. Lo sabía. La fría arrogancia de su mirada, la distancia que ponía entre nosotros como un muro invisible. La idea de compartir espacio con él durante días, en un lugar remoto, me hacía sentir vulnerable.
Y luego estaba la casa en sí. Birchwood. Solo el nombre sonaba a algo grandioso, antiguo, lleno de cosas valiosas que podría romper con un descuido. Un lugar donde mi ropa sencilla y mis hábitos frugales quedarían al descubierto, expuestos.
Pero… era por Charlotte. La niña era un faro de dulzura en ese mundo frío. Cuidar de ella nunca me había parecido un trabajo. Y ella estaría feliz de tener compañía.
Respiré hondo; el vapor de mi aliento empañó el cristal de la ventana. Miré mi reflejo fantasmagórico: una joven de rostro cansado y ojos preocupados.
El dinero era una tentación poderosa, pero era más que eso. Era seguridad. Un pequeño respiro en la carrera constante en la que vivía.
Antes de salir, pasé por la biblioteca a despedirme de Charlotte. Estaba construyendo un castillo con fichas.
—¿Te vas ya, Eleanor?
—Sí, cariño. Hasta el miércoles.
—Oye —dijo, bajando la voz como si compartiera un secreto—. Mamá me dijo que quizá iremos a Birchwood para Navidad. ¡Hay mucho sitio para trineos! ¿Vendrás con nosotros? Por favor.
Sus ojos azules, llenos de esperanza, fueron la última pieza que encajó. En su mundo simple no había diferencias sociales ni incomodidades. Solo quería a su amiga, la que le leía cuentos y la ayudaba con las mates.
Le acaricié el pelo suave.
—Lo pensaré, Charlotte. Te lo prometo.