Alexander
Mi madre me lo comunicó durante el desayuno, en su tono práctico y casual, el mismo que usaba para organizar el mundo a su alrededor.
—He hablado con la niñera, Eleanor. Aceptó acompañar a Charlotte a Birchwood durante las fiestas. Será una gran ayuda.
Dejé el tenedor junto al plato, el ruido de la plata contra la porcelana más brusco de lo que pretendía.
—¿Aceptó?
La pregunta salió sola.
—Por supuesto. Era una propuesta lógica. Necesita el dinero, imagino, y nosotros necesitamos a alguien de confianza con Charlotte.
Mi madre tomó un sorbo de café, sin percibir —o sin querer percibir— mi desaprobación.
—Estará bien, Alexander. Es una chica sensata.
Una chica sensata. La descripción más anodina y genérica que podía existir. Era exactamente como yo la veía: un ser anónimo, funcional, sin rasgos distintivos más allá de su utilidad. La idea de que esa persona, esa empleada, fuera a pasar dos semanas en Birchwood —un lugar que, aunque frío y vacío, seguía siendo un santuario familiar— me resultaba… incómoda.
—No sé si sea apropiado —dije, midiendo mis palabras—. Birchwood es… privado.
—Y ella estará allí para trabajar, no para fisgonear —replicó mi madre, con una leve arqueada de ceja—. Se ocupará de Charlotte. Tú ni siquiera tendrás que cruzarte con ellas si no quieres. La casa es suficientemente grande.
Esa era la cuestión. La casa era suficientemente grande. Demasiado grande, a veces. Y, sin embargo, la presencia de un extraño —especialmente alguien de fuera de nuestro círculo— alteraba el ecosistema. Implicaba tener que considerar a otra persona, ajustar rutinas, tal vez incluso… interactuar.
—No es que me importe —mentí, retomando el desayuno—. Solo me parece un arreglo extraño.
—Es un arreglo práctico —corrigió ella.
Y con esa frase dio por zanjado el asunto. En su mundo, la practicidad reinaba sobre cualquier sentimentalismo o recelo.
El resto del día, la idea se instaló en un rincón de mi mente, como una piedrita en el zapato. En la universidad, mientras repasaba apuntes de finanzas, mis pensamientos derivaban hacia la imagen de Eleanor en los pasillos de Birchwood: tocando los cuadros, sentándose en los sillones de la biblioteca, usando las cosas. Cosas que, aunque no eran invaluables, tenían un peso familiar, una historia. Cosas que ella no entendería.
Por la tarde, al regresar a casa, la vi. Bajaba las escaleras con Charlotte, llevando la mochila de la niña además de la suya propia: una bolsa de tela sencilla y desgastada. Iba diciéndole algo a Charlie, y sonreía. Era una sonrisa distinta a las que estaba acostumbrado a ver en las fiestas de mis padres. No era social ni calculada. Era… fácil.
Charlotte me vio y gritó:
—¡Alexander! ¿Sabes que Eleanor viene a Birchwood con nosotros? ¡Podremos hacer muñecos de nieve!
Eleanor alzó la vista hacia mí. La sonrisa se desvaneció de sus labios, reemplazada por una expresión cautelosa, neutra. Esa mirada que me daba siempre, como si me estuviera evaluando, midiendo la distancia que debía guardar. Como si yo fuera el peligro.
—Sí, Charlotte, lo sé —respondí, dirigiéndome a mi hermana.
Mi voz sonó fría, incluso para mis propios oídos. Vi un leve parpadeo en los ojos de Eleanor, un casi imperceptible retroceso.
Bien. Mejor así. Que entendiera los límites desde el principio.
—Será divertido —dijo Charlotte, ajena a la tensión.
—Sin duda —respondí, sin entusiasmo—. Tengo que hablar con papá.
Pasé de largo junto a ellas, sintiendo —más que viendo— cómo Eleanor se pegaba a la pared para dejarme espacio, como si mi proximidad fuera contaminante.
En mi estudio, intenté concentrarme en unos documentos, pero la irritación persistía. No era hacia ella, específicamente. Era hacia la situación. Hacia la alteración del orden natural de las cosas. Navidad en Birchwood era aburrida, sí, pero era nuestra aburrición familiar. Un tiempo muerto entre un evento social y otro. Ahora habría una intrusa. Una observadora silenciosa de nuestras dinámicas disfuncionales y de nuestros silencios elocuentes.
Más tarde, cenando solo porque mis padres tenían un evento, le comenté a Charles, el mayordomo, que se asegurara de que la suite del ala este —la más alejada de las habitaciones familiares y la más pequeña— estuviera preparada para la señorita Moore. Que no era una invitada; era personal. Que su estancia debía tratarse como tal.
—Por supuesto, señor Alexander —asintió Charles, sin inmutarse.
Esa noche, de pie frente a la ventana de mi habitación, observé las luces de Londres. Pensé en Northumberland, en el silencio absoluto que lo ahogaba todo allí. Pensé en tener que compartir ese silencio con una casi extraña.
No, no me agradaba la idea. No la quería allí.
Pero tampoco iba a oponerme. No valía la pena el esfuerzo ni la discusión con mis padres. Ella haría su trabajo, cuidaría de Charlie, y yo haría lo posible por ignorar su presencia. Seguiría con mi vida, con mis planes, con la tranquila seguridad de que, una vez pasadas las fiestas, todo volvería a la normalidad.
Ella se iría. Y Birchwood, y nuestra familia, seguirían siendo los mismos.
O eso creía entonces, con la arrogante certeza de quien nunca ha tenido que cuestionar los cimientos de su mundo. No sabía que algunas presencias, por discretas que sean, tienen la molesta costumbre de dejar huella. Y que lo que empieza como una simple transacción laboral, a veces, sin querer, abre una puerta que ya no se puede cerrar.
Pero en ese momento, solo podía fruncir el ceño ante la lluvia que golpeaba el cristal.
No era asunto mío.
Y prefería que así siguiera.