Bajo la nieve de Birchwoood

Capítulo 5: El viaje

Eleanor

El Land Rover negro y reluciente parecía un tanque elegante frente a la acera de la mansión de los Whitmore. Charles, el mayordomo, cargaba las maletas en el portaequipajes con una eficiencia silenciosa. Yo sostenía mi vieja mochila contra el pecho, como un escudo. Junto a mis pies, un pequeño bolso de viaje desgastado contenía todo lo que creía necesario para dos semanas. Al lado, las maletas de piel de Charlotte y las elegantes valijas rígidas de Alexander parecían pertenecer a otro planeta.

El aire matutino era helado, cortante. Mi abrigo largo, comprado en una tienda de segunda mano el invierno pasado, me llegaba a media pantorrilla y olía ligeramente a naftalina. Lo abroché hasta el cuello, sintiendo la familiar sensación de lana un poco áspera contra la piel.

La señora Whitmore, envuelta en un abrigo de piel que hacía parecer al mío una manta raída, daba las últimas instrucciones a Alexander, quien asentía con expresión impasible. Llevaba un abrigo de lana oscura, impecable, y una bufanda de un azul profundo que hacía resaltar el color de sus ojos. Parecía salido de las páginas de una revista, frío y distante como una estatua.

—Eleanor, querida —se volvió hacia mí la señora Whitmore—. Gracias nuevamente. Charles les tendrá preparada la cena al llegar. Nosotros les seguiremos pasado mañana, después de la gala.

Su sonrisa fue brillante y breve.

—Alexander te indicará todo lo que necesites saber de la casa.

Asentí, procurando que mi sonrisa no pareciera demasiado tensa.

—No se preocupe, señora Whitmore. Todo estará bien.

—¡Vamos, Eleanor, sube! —gritó Charlotte desde el interior del vehículo, saltando en el asiento trasero.

Su entusiasmo era un rayo de calor genuino en la fría mañana.

Alexander abrió la puerta del copiloto para mí sin decir palabra, con un gesto mecánico. Al pasar junto a él, sentí su mirada, rápida y evaluadora, como si registrara cada detalle de mi atuendo modesto. Subí, acomodando mi bolso a los pies. El interior olía a cuero nuevo y limpio, un aroma a lujo recién estrenado.

Él entró por el lado del conductor, arrancó el motor con un ronroneo suave y poderoso, y partimos. Londres, con sus calles decoradas y su bullicio navideño, comenzó a desvanecerse en el retrovisor, reemplazada por suburbios, luego por autopistas y, finalmente, por colinas y campos teñidos de un marrón invernal.

El silencio dentro del coche era casi absoluto. Solo se escuchaba el zumbido bajo del motor y la suave música instrumental de la radio. Alexander conducía con una concentración relajada pero precisa, las manos seguras sobre el volante de cuero. Ni siquiera miraba hacia mí.

Charlotte, en el asiento trasero, se durmió al cabo de una hora, agotada por la emoción del madrugón.

Fue entonces cuando el paisaje comenzó a cambiar. El cielo, antes plomizo, se tornó de un gris más bajo y pesado. Y luego vi el primer copo. Uno, luego otro, danzando frente al parabrisas. Una leve nevisca al principio, que se fue intensificando hasta convertirse en una cortina suave y constante de blanco.

—Está nevando —dije en voz baja, casi para mí misma, rompiendo el silencio por primera vez.

Alexander echó un vistazo rápido al cielo.

—Sí. Es normal por aquí. No será problema.

Pero para mí sí lo era. Para mí, que había pasado todas mis Navidades en Londres, la nieve era algo que solo veía en tarjetas postales o en películas. Verla caer de verdad, cubrir los setos, blanquear los campos desnudos, era un espectáculo mágico y aterrador a la vez. ¿Estaría la casa bien caldeada? ¿Tendríamos provisiones suficientes si la nevada empeoraba?

—No te preocupes —añadió él, como si hubiera leído mi pensamiento.

Su tono no era amable, solo factual.

—La casa tiene generador y la despensa está siempre abastecida.

Asentí, mirando por la ventanilla. Pasamos por pueblos diminutos, con casas de piedra y chimeneas humeantes, hasta que finalmente Alexander tomó un desvío hacia una carretera más estrecha, bordeada por altos pinos cuyas ramas empezaban a doblarse bajo el peso de la nieve. El mundo se redujo a ese túnel blanco y verde oscuro.

Después de lo que pareció una eternidad, una verja de hierro forjado apareció entre los árboles. Alexander bajó la ventanilla —una ráfaga de aire helado me golpeó— y pulsó un código en un pequeño panel. La verja se abrió con un suave chirrido.

El camino privado serpenteaba a través de un bosque espeso. Y entonces, de repente, el bosque se abrió.

Birchwood.

La casa no era una casa. Era una mansión de piedra gris, de dos plantas con buhardillas, con docenas de ventanas que reflejaban el cielo níveo. Parecía surgir de la tierra, sólida, antigua e inmutable. Chimeneas gemelas se alzaban a cada lado de un imponente pórtico. La nieve cubría los techos de pizarra y se acumulaba en los alféizares, dándole un aire de cuento de hadas solitario y un poco severo.

Alexander detuvo el coche frente a la escalinata de piedra. El silencio, al apagar el motor, fue absoluto. Un silencio denso, espeso, solo roto por el débil crujido de la nieve al caer.

—Llegamos —anunció, con la voz sonando extrañamente alta en la quietud.

Charlotte se despertó, frotándose los ojos.

—¡Ya estamos! ¡Mira, Eleanor, mira qué grande!

Grande. Sí. Enorme. Vacía.

Me sentí, de pronto, infinitamente pequeña. Como un ratón que hubiera entrado en una catedral desierta. Toda mi valentía, mi decisión práctica de aceptar este trabajo por el dinero, se evaporaron frente a la realidad física de Birchwood. Esto no era un simple cambio de escenario. Esto era entrar en el corazón mismo del mundo de los Whitmore, un mundo tallado en piedra y tradición, del que yo no era más que una sombra pasajera y fuera de lugar.

Bajé del coche; mis botas se hundieron en una capa de nieve virgen que crujió bajo mi peso. El aire frío y puro me quemó los pulmones. Miré hacia arriba, hacia las ventanas oscuras de la casa. No se veía luz alguna en su interior.




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