Eleanor
La luz del amanecer en Birchwood era diferente. No se colaba entre edificios ni se reflejaba en el asfalto. Entraba limpia y pálida por la ventana de mi habitación, iluminando las motas de polvo que danzaban en el aire frío. Me levanté de inmediato; el hábito de años de madrugar para compaginar trabajos y estudios era más fuerte que el cansancio del viaje o la novedad del lugar.
Mi habitación era bonita, en un sentido antiguo y severo. Papel pintado con florecitas desvaídas, una cama alta con colcha de patchwork y una cómoda de madera oscura. Era la habitación más sencilla que probablemente existiera en la mansión y, aun así, era el doble de grande que mi cuarto en Londres. Me vestí con rapidez: un suéter de cuello alto gris, los mismos jeans de ayer, calcetines gruesos. La prioridad era Charlotte.
El silencio de la casa era absoluto mientras bajaba por la escalera de servicio que había descubierto la noche anterior, más estrecha y discreta que la principal. Sentí un alivio tonto al usarla, como si así mi tránsito fuera menos invasivo.
Encontré a Charlotte todavía dormida, enroscada como un ovillo bajo las mantas en su enorme cama con dosel. La desperté con suavidad para el desayuno. Mientras se vestía con mi ayuda —eligió un jersey rojo brillante que contrastaba con la sobriedad de la habitación—, me contaba entusiasmada sus planes para el día: construir un fuerte en la biblioteca, buscar huellas de animales en la nieve del jardín trasero.
—Primero desayuno, pequeña general —le dije.
Su risa sonó como un cascabel en la quietud del pasillo.
La cocina era enorme, con una mesa de madera de granero en el centro. Alexander ya estaba allí, sentado frente a una taza de café negro y una tablet, leyendo noticias financieras. Llevaba un jersey negro de cuello alto que le daba un aire aún más serio y distante. Me miró cuando entramos: un simple movimiento de ojos antes de volver a la pantalla.
—Buenos días —murmuré, dirigiéndome a la encimera para preparar el desayuno de Charlotte.
Sabía dónde estaba todo gracias al recorrido rápido y frío que Alexander me había hecho la noche anterior.
—¡Buenos días, Alex! —cantó Charlotte, sentándose frente a él.
—Buenos días, Charlie —respondió él.
Por un instante, su voz perdió algo de su aspereza.
Mientras tostaba pan y calentaba la leche para el chocolate, sentía su presencia a mis espaldas como un punto de tensión. No me hablaba. No me preguntaba si quería café. Su indiferencia era tan palpable como el frío que entraba por las ventanas. Y estaba bien. Era lo que esperaba. Yo estaba allí para trabajar.
Después del desayuno, Charlotte quiso explorar. La ayudé a ponerse las capas de abrigo: camiseta térmica, jersey, chaquetón impermeable, gorro, guantes. Mientras lo hacía, noté que Alexander había salido de la cocina sin decir adónde iba. Un alivio.
El jardín trasero era un mar blanco e inmaculado, delimitado por el bosque oscuro. El aire era tan frío que quemaba la nariz, pero también era puro y vibrante. Charlotte corrió a hacer ángeles en la nieve, sus gritos de alegría amortiguados por la inmensidad del paisaje. Yo me quedé en el porche, observándola, asegurándome de que no se alejara demasiado. Mi abrigo no era tan bueno como el suyo y pronto el frío empezó a calarme.
De vuelta dentro, con las mejillas sonrojadas y la nieve derritiéndose en nuestras botas, nos dedicamos a sus tareas de vacaciones. Nos instalamos en una mesa de la biblioteca, con cuadernos y lápices. Le expliqué una división larga con la misma paciencia que usaba en Londres, pero allí, rodeadas de miles de libros silenciosos y bajo el retrato de un antepasado de mirada severa, el acto de enseñar me hizo sentir aún más consciente de mi lugar. Yo era la guía temporal, la mano que sostenía el lápiz, la voz que explicaba conceptos en una habitación cuyos libros probablemente costaban más que todo lo que yo poseía.
A la hora de la comida, Alexander apareció de nuevo. Había cambiado el jersey por una camisa azul oscura. Comimos una sopa sencilla que calenté de lo que había dejado la señora Davies. Él comía en silencio, contestando de forma breve las preguntas de Charlotte. Yo apenas probé bocado, demasiado pendiente de servirle, de limpiar un pequeño derrame, de ser útil, de justificar mi presencia en esa mesa.
Por la tarde, mientras Charlotte descansaba viendo una película en la salita de televisión, me dediqué a limpiar lo usado, a ordenar la cocina, a doblar la ropa que había dejado tirada en el suelo de su habitación. Eran tareas que no estaban estrictamente en mi descripción de trabajo, pero hacerlas me daba una sensación de control, de orden. Además, mantener las manos ocupadas evitaba que me quedara quieta, sintiendo el peso de la casa sobre los hombros.
En un momento, al pasar por el salón para recoger una taza olvidada, vi a Alexander de pie junto a la ventana, mirando el bosque. No me había oído entrar. Su perfil, recortado contra la luz grisácea, parecía pensativo, menos arrogante que de costumbre. Por un segundo, me pregunté en qué estaría pensando. ¿En los negocios de su familia? ¿En lo aburrido que debía de ser estar allí atrapado? ¿O simplemente en la nieve, como cualquiera?
Retrocedí en silencio, sin hacer ruido. No era mi lugar preguntar, ni siquiera curiosear.
La noche cayó temprano, envolviendo la casa en una oscuridad azulada y profunda. Después de cenar —pescado al horno con patatas, que preparé siguiendo una receta simple—, bañé a Charlotte y le leí un cuento hasta que se durmió. Fue el momento más tranquilo del día. Sentada al borde de su cama, con la lamparita encendida y el sonido de su respiración volviéndose regular, por fin pude respirar yo también. Había cumplido. Había hecho bien mi trabajo.
Al salir de su habitación, cerré la puerta con un suave clic. El pasillo de la planta alta estaba a oscuras, iluminado solo por una tenue luz que subía desde el vestíbulo. Me quedé allí un momento, apoyada contra la pared, sintiendo el cansancio en los huesos. No era un cansancio físico, sino el peso de la vigilancia constante, de la necesidad de ser invisible y eficiente al mismo tiempo.