Bajo la nieve de Birchwoood

Capítulo 9: La diferencia

Eleanor

La quietud de Birchwood tenía un peso distinto al tercer día. No era solo el silencio; era la sensación constante de estar al otro lado de un cristal muy grueso. Podía ver la belleza, la calma, incluso el lujo, pero no podía tocarlo. No me pertenecía. Y cada pequeño detalle me lo recordaba.

Esa mañana, mientras Charlotte desayunaba sus tostadas con miel, me fijé en la mantequera. Era de plata, con un delicado grabado de hojas. No una reproducción, sino antigua, auténtica. Mi abuela había tenido una parecida, de porcelana barata, que guardaba como un tesoro en el aparador de su salón diminuto. Aquí, esa mantequera estaba en la mesa del desayuno, como si fuera cualquier cosa. Alexander la usaba sin mirarla, untando mantequilla en su tostada con una naturalidad que a mí me detenía el aliento.

Esa era la diferencia. Para ellos, objetos como ese eran parte del mobiliario. Para mí, cada uno era una pequeña obra de arte, una reliquia de un mundo donde el valor no se medía solo en dinero, sino en generaciones de posesión segura. Yo no tenía generaciones detrás de mí. Solo tenía una maleta y el futuro incierto que pudiera labrarme con mis estudios.

Después del desayuno, Charlotte quiso jugar al escondite. La casa era el lugar perfecto, con sus innumerables habitaciones, pasadizos y cortinas gruesas. Mientras ella contaba en el vestíbulo, corrí por el pasillo hacia el salón de música. Al abrir la puerta, me detuve en seco.

Era una habitación que no había visto antes. Un piano de cola Steinway, negro y brillante como una noche sin estrellas, dominaba la estancia. Partituras originales, enmarcadas, colgaban de las paredes. No era solo una habitación; era un santuario dedicado a un tipo de belleza y educación que yo solo conocía por referencias. El aire olía a cera de abejas y a tiempo detenido.

Mi reflejo, en el espejo dorado de una consola, me devolvió la imagen de una intrusa: el pelo recogido en un moño deshilachado, el suéter gris, los jeans gastados. Un fantasma moderno y fuera de lugar en un escenario de otra época. No me atreví a entrar. Cerré la puerta con suavidad, como si pudiera despertar a alguien, y me escondí en un hueco bajo la escalera, entre abrigos antiguos que olían a alcanfor.

Charlotte me encontró al cabo de unos minutos, riendo. Pero yo ya no podía quitarme la imagen de esa habitación de la cabeza. Ese piano costaría más que todos los años de mi matrícula universitaria juntos. Y estaba allí, sin usar, esperando a que alguien con el linaje y el talento adecuados volviera a tocarlo.

La diferencia se hacía palpable en cada esquina. En la biblioteca, me tentaba coger un libro antiguo con cubierta de piel, pero no lo hacía por miedo a dañarlo. En la cocina, usaba los cuchillos con sumo cuidado, sabiendo que uno solo de esos juegos de acero profesional equivalía a meses de mi alquiler. Hasta las toallas del baño, gruesas, suaves y con un monograma bordado, me hacían sentir que estaba usando algo que no debía.

Por la tarde, Alexander recibió una llamada en el estudio. Oí fragmentos de su conversación a través de la puerta entornada:

—La inversión… la cifra es manejable… sí, adelante.

No mencionó números, pero la facilidad con la que despachaba lo que sin duda era una transacción importante me dejó sin aliento. Para mí, “manejable” significaba poder pagar la factura de la luz sin tener que saltarme una comida. Para él, era solo un movimiento más en un tablero de juego que yo ni siquiera podía visualizar.

Lo peor no era la riqueza en sí. Era la naturalidad con la que la habitaban. Era el hecho de que Alexander pudiera pasar junto a una pintura que probablemente valía una fortuna sin siquiera pararse a mirarla, mientras que yo tenía que reprimir el impulso de tocarla solo para asegurarme de que era real.

Esa noche, después de acostar a Charlotte, me quedé un rato en la cocina, bebiendo una taza de té de la vajilla sencilla, la que usaba el personal. Me pregunté cómo sería crecer en un lugar así. ¿Te hacía más seguro, o simplemente más ajeno? Alexander parecía seguro, sí. Tan seguro que a veces rozaba la arrogancia. Pero en su mirada, últimamente, había empezado a percibir algo más. No era curiosidad hacia mí, exactamente. Era más bien… atención. Como si hubiera notado que yo notaba las cosas. Y eso me ponía aún más nerviosa.

Llevé la taza al fregadero y la lavé con cuidado, secándola de inmediato. En esta casa, incluso dejar una taza húmeda en el escurridor me parecía una ofensa al orden establecido.

Al pasar por el salón camino a mi habitación, vi a Alexander de pie junto a la chimenea, con un vaso de algo ámbar en la mano. Me vio y asintió levemente. No dijo nada. Yo seguí caminando, sintiendo su mirada en mi espalda hasta que doblé la esquina del pasillo.

En la soledad de mi habitación, al fin pude respirar. Allí, al menos, el lujo era mínimo. Allí podía ser yo misma: la estudiante con cálculos en la cabeza y un futuro por construir.

Me senté en el borde de la cama y abrí mi bolso. Saqué mi agenda, donde llevaba anotados mis gastos. Repasé la columna de números, el pequeño ahorro que representaba este trabajo. Era mi bote salvavidas, mi cuerda para trepar.

Miré a mi alrededor, la habitación bonita pero impersonal. No era mía. Nunca lo sería. Y Alexander, con su mundo de pianos de cola y transacciones “manejables”, no era para mí. La diferencia entre nosotros no era un puente que pudiera cruzarse. Era un océano entero.

Aun así, una parte pequeña y tonta de mí —la misma que se había quedado sin aliento ante el salón de música— no podía evitar preguntarse cómo se vería el mundo desde el otro lado del cristal. No para quedarme. Solo para saberlo. Pero incluso ese pensamiento me pareció un lujo que no podía permitirme.

Apagué la luz y me metí bajo las mantas, escuchando el sonido lejano del viento al pasar por las chimeneas. La diferencia, esa noche, no estaba solo en las cosas. Estaba dentro de mí, en un hueco profundo que ni el dinero de los Whitmore ni la belleza de Birchwood podrían llenar. Porque era el hueco que dejaba saber que, por mucho que lo intentara, nunca encajaría.




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