Alexander
La nevada comenzó a media mañana, primero como un susurro de copos dispersos y luego como una cortina blanca y espesa que borró el bosque, el camino e incluso el límite del jardín. Desde la ventana del estudio, el mundo se había reducido a un cuadrado blanco e impenetrable. El silencio exterior se hizo aún más profundo, ahogando cualquier otro sonido.
Un temporal de verdad. Del tipo que aísla por completo.
Charlotte, al ver el espectáculo desde el salón, saltó de alegría.
—¡No hay colegio! ¡Ni siquiera hay paseo! —declaró, como si Birchwood fuera una escuela.
Pero al cabo de unas horas, incluso su entusiasmo empezó a palidecer ante la realidad del encierro. Sus juguetes estaban agotados, los libros releídos y la energía, contenida, empezaba a volverse inquietud. La vi corretear por los pasillos, tocando cosas que no debía, acompañando cada vuelta con suspiros dramáticos.
Eleanor intentaba distraerla con juegos de mesa sencillos, pero la impaciencia de Charlotte era un muro.
—¿Y si construimos un fuerte con las sábanas? —propuso Eleanor, con una voz que intentaba sonar entusiasta, aunque yo detecté en ella un deje de cansancio.
Fue entonces cuando, sin pensarlo realmente, me encontré entrando en el salón.
—Un fuerte es una operación logística seria, Charlie —dije, deteniéndome en el umbral—. Requiere planificación.
Ambas se volvieron hacia mí. Charlotte, con esperanza renovada. Eleanor, con una cautela que, por alguna razón, me molestó más de lo habitual. No quería que me tuviera miedo. O quizá sí, pero ya no por las mismas razones.
—¿Nos ayudas, Alexander? —preguntó Charlotte.
Asentí.
—Traeremos las sábanas de la ropa blanca. Y necesitamos sillas. Las del comedor pequeño son más ligeras.
Durante la siguiente hora, el salón se transformó. Con Eleanor en un extremo sujetando una sábana y yo en el otro, tendimos cubiertas entre sillas y el sofá. Ella era práctica, rápida para ver qué esquina necesitaba un libro pesado como anclaje o qué sábana era demasiado corta. Trabajamos en silencio la mayor parte del tiempo, solo interrumpidos por las instrucciones entusiastas de Charlotte, nuestra arquitecta jefe.
En un momento, al estirar la misma sábana, nuestras manos se encontraron. Fue un roce breve, accidental. Ella retiró la suya de inmediato, como si me hubiera quemado. Yo dejé que la mía se quedara donde estaba, sintiendo el calor residual del contacto en mis dedos.
El resultado fue un fuerte caótico pero impresionante que ocupaba la mitad del salón. Charlotte se metió dentro arrastrando cojines y una linterna, feliz.
Eleanor se quedó de pie, observando la obra con las mejillas sonrojadas por el esfuerzo y, quizá, por algo más. Tenía una mota de polvo en la mejilla, cerca de la comisura de los labios. El impulso de quitársela con el dedo fue tan repentino y fuerte que tuve que apretar la mano contra el costado.
—Gracias —dijo ella, sin mirarme directamente—. La habría volado en el primer intento.
—No es nada —respondí.
Sonó más seco de lo que pretendía. Porque no era “nada”. Había sido… agradable. Coordinarse con alguien. Construir algo, aunque fuera absurdo y temporal.
La tarde se deslizó hacia la noche, y la nevada no amainaba. Después de la cena —unas simples tortillas que Eleanor preparó con destreza y que supieron mejor que cualquier plato elaborado que recordara—, Charlotte comenzó a bostezar.
—Es hora de que te vayas a la cama, pequeña arquitecta —dijo Eleanor, suavemente.
—Pero quiero que me leas dentro del fuerte —suplicó Charlotte, agarrándose a su brazo.
Eleanor miró hacia el fuerte y luego hacia mí, como si pidiera permiso. Un gesto que me crispó. Esta era su casa tanto como… bueno, no. Pero en ese momento, en medio de nuestro desastre de sábanas, los roles parecían difuminarse.
—La logística de leer dentro puede ser complicada —dije, dirigiéndome a Charlotte—. Pero podemos hacer una última guardia aquí, en el sofá, junto al fuerte.
Así fue como, minutos después, nos encontramos los tres en el gran sofá frente a la chimenea. Charlotte, ya en pijama, se acurrucó entre los dos, con la cabeza en el regazo de Eleanor. Eleanor abrió el libro de cuentos y comenzó a leer. Su voz, baja y melodiosa, llenó la habitación, mezclándose con el crepitar del fuego y el susurro lejano de la nieve contra los cristales.
Yo no prestaba atención a la historia. Observaba el fuego reflejarse en sus ojos azules, en la curva concentrada de sus labios al formar las palabras, en la manera en que su mano libre acariciaba el pelo de Charlotte con un ritmo pausado y afectuoso.
Era la escena más doméstica, más sencilla, en la que me había encontrado en años. Y, para mi sorpresa, no me sentía incómodo. Me sentía… tranquilo. La arrogancia con la que solía revestirme, la necesidad de mantener la distancia, parecían desvanecerse al calor de ese fuego, de esa voz, de la pesadez somnolienta de Charlotte contra mi costado.
Cuando el cuento terminó, Charlotte ya estaba dormida. Eleanor cerró el libro con suavidad y nos miramos por encima de la cabeza rubia de la niña. En sus ojos había una pregunta, una vulnerabilidad que no había visto antes. No era la cautela de una empleada frente a su jefe. Era algo más humano. Más compartido.
—Yo la llevo —murmuré, sin romper el contacto visual.
Ella asintió, casi imperceptiblemente.
Me incliné y recogí a Charlotte en mis brazos. Era ligera, confiada en su sueño. Eleanor se levantó a nuestro lado y arregló la manta que se había caído. Caminamos juntos hacia las escaleras, en un silencio cómplice y extrañamente cómodo.
Después de acostar a Charlotte, la encontré abajo, recogiendo los últimos restos del fuerte. Se había puesto de nuevo esa máscara de eficiencia, pero ahora era más tenue.
—Deja eso —dije—. Mañana hay tiempo.
Ella se enderezó.
—Está bien.