Eleanor
Nochebuena. En Londres, esa fecha siempre había tenido un eco melancólico para mí. Un recordatorio de cenas familiares que nunca tuve, de regalos que no podía permitirme, de un calor que parecía reservado para otros. Pero ese año, encerrada en Birchwood por la nieve que aún no cedía, la melancolía se transformó en algo distinto: una calma expectante.
Los padres de Alexander y Charlotte habían llamado por la mañana. La carretera principal seguía cortada y el pronóstico no era halagüeño. No llegarían para Navidad. La voz de la señora Whitmore sonó genuinamente apenada, especialmente por Charlotte, pero también resignada. El mundo de los compromisos sociales reclamaba su tributo.
Charlotte, lejos de decepcionarse, pareció encantada con la idea de una “Navidad de aventureros”, como la llamó. Pero yo sentí una punzada de responsabilidad. Era Nochebuena. Debía haber… algo. Alguna tradición, algún destello de celebración, por sencilla que fuera.
Rebusqué en la despensa, una habitación fría y repleta de provisiones enlatadas y envasadas de calidad, aunque con pocos ingredientes frescos después de días de encierro. Encontré harina, huevos, un poco de leche, una manzana arrugada y un tarro de mermelada de ciruela casera, con una etiqueta escrita a mano que decía: Mrs. Davies, 2022. No era mucho, pero era algo.
—¿Qué haces, Eleanor? —preguntó Alexander al verme en la cocina, midiendo harina en un bol.
—Un postre. Para después de la cena. Es Nochebuena.
No me atreví a mirarlo, concentrada en romper los huevos sin que cayera cáscara.
Se quedó en el umbral un momento, observando.
—¿Necesitas ayuda?
La pregunta me sobresaltó.
—No, está bien. Es sencillo.
Pero no se fue. Se acercó a la otra parte de la isla de la cocina y se apoyó en ella, cruzando los brazos. Su presencia era tan grande que llenaba el espacio, pero ya no sentía la necesidad de encogerme como antes. O quizá sí, pero era un hábito que empezaba a resultar incómodo, en lugar de natural.
Con lo que había, preparé una especie de tarta desgarbada: una base de masa quebrada tosca, rellena con láminas de manzana y coronada con gotas de la mermelada oscura. No era bonita, pero olía a canela y a hogar. A un hogar que yo conocía por los libros, no por el mío.
Para la cena, calenté una sopa de la señora Davies y abrí una lata de jamón, que acompañé con puré de patatas. Puse la mesa en el comedor pequeño, el más acogedor, con las velas más sencillas que encontré. No había mantel de lino ni cubiertos de plata. Usamos la vajilla corriente.
Cuando todo estuvo listo, llamé a Charlotte y a Alexander. Ella bajó corriendo, vestida con un jersey rojo con un reno bordado. Alexander bajó más despacio, con un jersey de cuello alto gris oscuro que lo hacía parecer menos el heredero distante y más… un chico. Un chico alto y serio, pero un chico al fin.
La cena transcurrió en un silencio tranquilo, roto por los comentarios de Charlotte sobre los renos y la nieve. Alexander comió sin ceremonias, sin críticas. Y cuando probó el puré de patatas, hizo un leve sonido de aprobación.
—Está bueno —dijo, simplemente.
—Gracias —murmuré.
Por dentro, una pequeña brasa de orgullo se encendió.
Después llevé la tarta a la mesa. Charlotte aplaudió. Alexander arqueó una ceja, pero en sus ojos había curiosidad, no desdén.
—Es una tarta de lo que había —me excusé, sirviendo porciones desiguales.
La probé primero yo. La masa estaba un poco dura en los bordes, pero el interior, con la acidez de la manzana y la dulzura profunda de la mermelada, no estaba mal. No estaba mal en absoluto.
Charlotte declaró que era la mejor tarta del mundo. Alexander tomó un bocado, masticó con lentitud y luego asintió.
—Sabe a Navidad.
Sus palabras, tan simples, me llenaron de una calidez que nada en esa casa lujosa había logrado darme antes.
Tras el postre, apagamos las luces principales y nos fuimos al salón, iluminado solo por el árbol que Alexander y Charlotte habían decorado unos días antes con viejas cajas de adornos encontradas en el ático. Era un árbol enorme y desparejo, lleno de esferas de colores desvaídos y estrellas de papel plateado. A su luz titilante, nos sentamos en el sofá.
No había regalos extravagantes. No había música de coros famosos. Solo el crepitar del fuego, el leve aroma a pino y a tarta recién horneada, y la nieve cayendo silenciosamente al otro lado de los cristales.
Charlotte se durmió casi de inmediato, agotada por la emoción del día. Alexander y yo nos quedamos sentados, cada uno en un extremo del sofá, con la niña entre nosotros, mirando las llamas.
—Mis padres —dijo él de pronto, en un tono bajo y reflexivo— estarían en una gala ahora. Vestidos de etiqueta, sonriendo para las fotos, hablando de cosas que no importan.
Lo miré. Su perfil estaba iluminado por el titilar multicolor del árbol. Parecía más joven. Más vulnerable.
—¿Y tú? —pregunté, con suavidad—. ¿Preferirías estar allí?
Pensó un momento, con los ojos fijos en el fuego.
—Hace un mes habría dicho que sí. Que al menos es algo que hacer.
Giró la cabeza hacia mí.
—Pero ahora… esto no está mal.
Esto no está mal. Palabras menores, casi tibias. Pero en su boca, en ese contexto, sonaron como la mayor de las alabanzas. Porque “esto” era la cena sencilla, la tarta imperfecta, el silencio compartido. Era mi mundo, o al menos el mundo que yo podía ofrecer.
—No —susurré, mirando también el fuego—. No está mal.
En ese momento, con Charlotte respirando acompasadamente entre nosotros y la nieve aislando Birchwood del resto del universo, no me sentí fuera de lugar. No me sentí menos. Me sentí… parte de algo. Algo pequeño, temporal y frágil, como la corteza de mi tarta, pero real y cálido por dentro.
Alexander no dijo nada más. Pero tampoco se levantó para irse a su estudio, como solía hacer. Se quedó allí, compartiendo el silencio, la penumbra acogedora, la Nochebuena más sencilla y, sin duda, la más verdadera que yo había vivido jamás.