Eleanor
Corrí por el pasillo, la tostada fría y olvidada aún en mi mano, hasta llegar a la pequeña salita de lectura del ala este. Cerré la puerta tras de mí y me apoyé contra ella, permitiendo que el temblor que había contenido en la cocina me recorriera de pies a cabeza.
No cuesta nada.
Las palabras resonaban en mi cabeza como un eco venenoso. Por supuesto que para él no costaba nada. Un billete de cincuenta libras para Alexander Whitmore era lo mismo que una libra para mí: una moneda que se perdía entre los cojines del sofá sin que nadie la echara de menos.
El sol de la mañana entraba por la ventana, iluminando motas de polvo que danzaban en el aire quieto. Me deslicé hasta el suelo y abracé mis rodillas. La humillación quemaba como ácido, pero por debajo ardía una tristeza más profunda, más antigua.
Durante un instante —unos días breves y engañosos— había creído que las cosas eran diferentes. Que la nieve y el encierro nos habían igualado. Que construir un fuerte, leer cuentos junto a la chimenea y compartir una tarta imperfecta habían tendido un puente sobre el abismo que nos separaba.
Pero no.
El puente era de humo.
Una ilusión.
Las palabras de Alexander no habían sido malintencionadas. Eso era lo peor. No habían sido un ataque, sino la expresión simple, cruda e inconsciente de su realidad. En su mundo, la generosidad se medía en cosas, en gestos materiales que podían comprarse. Ofrecer “comprar lo que fuera” era su forma de ser amable. Como ofrecer un vaso de agua.
Pero para mí, ese vaso de agua estaba hecho de cristal de roca y tenía un precio que no podía pagar, ni siquiera aceptándolo como regalo. Porque aceptarlo significaba reconocer que yo no podía permitírmelo. Significaba ponerme en deuda. Significaba, una vez más, sentirme menos.
Miré a mi alrededor. La salita era bonita, con estanterías llenas de novelas clásicas de tapa dura. Libros que devoraría con avidez, pero que no tocaba por respeto, por miedo a dañarlos. Todo en esa casa era así: hermoso, valioso y ajeno.
Me pregunté cómo sería vivir de ese modo. No tener que hacer cálculos mentales cada vez que abrías la nevera. No tener que decidir entre un par de guantes nuevos o un libro de texto de segunda mano. No sentir ese nudo en el pecho cada vez que llegaba una factura. Para Alexander, mi vida debía de parecer un ejercicio de contabilidad absurdo y deprimente. Una serie de obstáculos autoimpuestos.
Y quizá lo eran.
Pero eran mis obstáculos.
Los había superado con mi esfuerzo, con mi trabajo callado y mi orgullo silencioso. Eran lo que me había traído hasta allí, hasta una universidad en Londres, hasta poder cuidar de una niña como Charlotte y ganarme un sueldo digno. Eran mi armadura, por desgastada que estuviera.
Las lágrimas, furiosas y calientes, asomaron por fin. No lloraba por lo que él había dicho. Lloraba por la ilusión perdida. Por haber permitido que, durante un instante, creyera que podía haber algo más. Que un chico como Alexander podría verme no como la niñera pobre y esforzada, sino como… Eleanor. Simplemente Eleanor.
Pero no.
Yo siempre sería la niñera que necesita el dinero.
La que repite la ropa.
La que calcula el precio de los lápices de colores.
La que se siente agradecida por un plato de sopa caliente en una casa que no es suya.
Un golpe suave en la puerta me hizo enjugar las lágrimas con la manga del suéter.
—¿Eleanor?
Era la vocecita de Charlotte.
—¿Estás ahí? ¿Jugamos?
Respiré hondo, forzando mi voz a sonar normal.
—Un momento, cariño.
Me levanté, me sequé bien la cara y me miré en el oscuro reflejo de la ventana. Allí estaba: la misma chica de siempre. Pelo castaño claro, ojos azules cansados, ropa sencilla. Nada había cambiado. Solo yo me había engañado pensando que podía.
Abrí la puerta. Charlotte me sonrió, inocente de la tormenta que acababa de pasar.
—¿Te encuentras bien? Pareces… triste.
Le acaricié el pelo.
—No, cielo. Solo estoy pensativa. ¿A qué quieres jugar?
—Mmm… ¿a las damas? Alexander dice que me enseña, pero está de mal humor.
Alexander.
De mal humor.
Quizá mi reacción le había hecho sentirse culpable. O quizá solo estaba molesto porque la “sencilla” niñera había tenido el atrevimiento de cuestionar su generosidad.
—Las damas suenan perfectas —dije, tomándola de la mano—. Vamos a buscar el tablero.
Mientras bajábamos las escaleras, tomé una decisión. Dejaría de engañarme. Aceptaría mi lugar. Haría mi trabajo de forma impecable, con la distancia profesional que debí mantener desde el principio. Disfrutaría de Charlotte, de la belleza de la casa, del alivio económico que aquel empleo me daba. Pero no volvería a bajar la guardia. No volvería a creer que el calor del fuego en Nochebuena podía derretir algo más que la nieve en los cristales.
La diferencia entre Alexander y yo no era un puente por construir. Era una pared de piedra antigua y fría. Y yo, en mi lado de la pared, tenía que aprender a estar cómoda con la vista que me tocaba: la de saber que, al otro lado, había un mundo entero de cosas que nunca serían mías, incluida, quizá, la simple posibilidad de que alguien como él pudiera verme como un igual.
Era una lección dolorosa, pero necesaria. Y como todas las lecciones de mi vida, la aprendería en silencio, sin quejarme, y seguiría adelante.
Porque era lo único que sabía hacer.