Bajo la nieve de Birchwoood

Capítulo 14: Cuidar sin saber

Alexander

El resto del día fue un ejercicio de incomodidad. Eleanor era impecable. Demasiado impecable. Su trato con Charlotte seguía siendo tan cariñoso y paciente como siempre, pero conmigo había erigido un muro invisible y pulido. Sus respuestas eran breves, profesionales, vacías de cualquier atisbo de la calidez que había empezado a filtrarse en los días anteriores. No era fría, pero sí distante. Una distancia que yo mismo había creado con mis palabras torpes.

Me esforcé por ignorarlo, refugiándome en mi estudio con el pretexto del trabajo. Pero las cifras en la pantalla no eran más que garabatos sin sentido. Mi mente estaba en otra parte: en la expresión herida de sus ojos en la cocina, en la rigidez de su espalda al alejarse.

No había sido mi intención. Ese pensamiento daba vueltas sin descanso. Pero ¿cuál había sido mi intención, entonces? Ser amable. Ser generoso. ¿Y por qué mi forma de ser generoso tenía que pasar siempre por el dinero? Porque era el lenguaje que conocía. El único que me habían enseñado.

Al atardecer bajé a la cocina en busca de agua. La encontré allí, de espaldas a la puerta, pelando patatas para la cena en el fregadero. Lo hacía con una concentración casi absurda, como si cada corte del cuchillo fuera una operación de precisión vital. Su silueta, iluminada por la luz grisácea que entraba por la ventana, parecía más pequeña de lo que recordaba. Más frágil.

Una patata se le resbaló de las manos y rodó por el suelo hasta chocar contra mi pie. Eleanor se volvió sobresaltada y, al verme, su expresión se cerró de nuevo en esa máscara de neutralidad.

—Lo siento —murmuró, agachándose para recogerla.

—Es solo una patata —dije, pero las palabras sonaron huecas.

La recogí antes que ella y se la tendí. Nuestros dedos no se tocaron esta vez. Lo evitó con maestría.

—Gracias —dijo, volviendo al fregadero y dándome la espalda de nuevo.

Un rechazo claro, aunque educado.

Me quedé allí, observándola. Fue entonces cuando noté lo que antes había pasado por alto: el suéter que llevaba —el mismo beige de siempre— tenía un pequeño desgaste en el codo, un hilo suelto. Un detalle insignificante en cualquier otra persona, pero en ella, que cuidaba tanto sus pocas cosas, me pareció una bandera silenciosa de su esfuerzo constante. Un esfuerzo que yo, con mi oferta despreocupada, había menospreciado sin querer.

No sabía cómo arreglarlo. No sabía cómo pedir disculpas sin que sonara a otro gesto vacío, a otra transacción. Las palabras lo siento me parecieron demasiado grandes y, al mismo tiempo, insuficientes.

Así que, en lugar de hablar, actué.

A la hora de la cena me senté a la mesa sin que nadie me lo pidiera. Ayudé a servir el agua. Cuando Charlotte derramó un poco de leche, me levanté y traje un paño de la cocina antes de que Eleanor pudiera hacerlo, limpiando el charquito con movimientos rápidos.

—¡Gracias, Alex! —dijo Charlotte.

Eleanor no dijo nada, pero la vi observarme de reojo, con una mezcla de desconcierto y cautela.

A la mañana siguiente bajé temprano y preparé el café. No era algo que hiciera nunca; Charles o la señora Davies solían encargarse. Pero lo hice. Y cuando Eleanor apareció, sorprendida al ver la cafetera llena y una taza limpia junto a ella, me limité a decir:

—El azúcar está ahí —señalé el azucarero—.

Luego me retiré al salón a leer el periódico.

Eran gestos pequeños. Insignificantes. Pero no costaban dinero. Costaban atención. Y tal vez eso era lo que ella necesitaba ver: que yo era capaz de ver más allá de mi billetera.

Por la tarde, Charlotte quiso salir a la nieve medio derretida a buscar “tesoros”: palos con formas raras, piedras brillantes. Eleanor la ayudaba a ponerse las botas, arrodillada en el vestíbulo. Me puse el abrigo sin que nadie me lo pidiera.

—Voy con vosotras —anuncié—. Por si hay que rescatar algún tesoro muy pesado.

Charlotte dio un salto de alegría. Eleanor me miró y, por primera vez en dos días, su máscara se agrietó un poco. No fue una sonrisa, pero tampoco fue la pared de hielo. Fue una ceja ligeramente alzada, como si se preguntara qué juego estaba jugando yo ahora.

Afuera, el aire era frío, pero no cortante. El sol se reflejaba en los charcos de nieve derretida, creando destellos cegadores. Charlotte corrió hacia los arbustos en busca de sus hallazgos. Eleanor y yo caminamos detrás, en silencio.

En un punto, al borde de un sendero embarrado, el pie de Eleanor resbaló sobre una placa de hielo oculta. Su brazo se agitó en el aire, buscando un equilibrio que no encontraba.

Sin pensarlo, extendí el brazo y la sujeté del codo, con firmeza pero sin brusquedad, estabilizándola antes de que cayera. Fue un contacto breve, pero sólido. Se aferró a mi antebrazo durante un segundo, sus dedos fríos incluso a través de la lana de mi abrigo.

—¡Cuidado! —dijo Charlotte, sin volverse.

—Está bien —murmuró Eleanor, recuperándose.

Soltó mi brazo de inmediato, pero no se apartó. Permaneció a mi lado, respirando un poco agitada.

—Gracias.

—De nada —respondí.

Esta vez no sonó seco. Sonó sincero.

Seguimos caminando, pero algo había cambiado. El silencio ya no era tenso. Era solo silencio. Eleanor ya no avanzaba con la rigidez de un soldado. Y yo ya no me sentía como un intruso en mi propio jardín.

No hablamos de lo ocurrido en la cocina. No hice un gran discurso de disculpas. Pero al ayudarla a no caer, al preparar el café, al limpiar la leche derramada, estaba diciendo algo que las palabras no podían:

Lo siento. Te veo. Y estoy intentando hacerlo mejor.

Ella no dijo que lo aceptara. Pero tampoco se alejó. Y cuando, de vuelta en casa, me pasó la sal durante la cena sin que tuviera que pedirla, acompañando el gesto con un leve movimiento de cabeza —tan sutil que casi podía confundirse con un asentimiento—, supe que el mensaje, torpe e imperfecto como era, había empezado a llegar.




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