Bajo la nieve de Birchwoood

Capítulo 15: Gestos

Eleanor

El cambio en Alexander fue tan sutil como la luz que empezaba a durar un poco más cada día. No hubo grandes declaraciones ni disculpas formales. Se manifestó en los espacios entre las cosas, en aquello que ya no ocurría.

La mañana posterior al paseo por el jardín bajé a desayunar preparada para el silencio habitual, para su presencia impasible al otro lado de la mesa. Pero no estaba. En su lugar, sobre la encimera, junto a la cafetera llena, había una nota escrita con una letra clara y angular:

He ido a comprar pan fresco al pueblo. Vuelvo pronto.

A.

Pan fresco.

No lo que necesites.

No lo que sea.

Algo concreto, sencillo, para todos. Un gesto que no implicaba elegir, ni calcular, ni sentirse en deuda. Me quedé mirando la nota, el papel fino y caro del bloc de la casa, y algo duro y frío dentro de mí empezó a descongelarse, solo un poco.

Cuando volvió, traía el pan, sí, pero también un pequeño ramillete de narcisos de invernadero, envueltos en papel de estraza. Se los dio a Charlotte.

—Para ponerlos en la mesa. Le darán color.

Charlotte, encantada, corrió a buscar un jarrón. Alexander no me miró, pero no hizo falta. El gesto era para ella, pero el cuidado —la consideración de traer algo vivo y simple a la casa— resonaba en mí. No eran flores caras de una floristería de diseño. Eran narcisos del mercado del pueblo. Perfectos.

Los días siguientes estuvieron llenos de esos pequeños gestos. Si yo estaba leyendo a Charlotte en el sofá y él entraba en la habitación, en lugar de quedarse de pie como un centinela o marcharse, se sentaba en un sillón aparte con un libro, compartiendo el espacio sin invadirlo. Su presencia dejó de ser una sombra incómoda para convertirse en una compañía silenciosa y, de algún modo, tranquilizadora.

Una tarde, mientras preparaba la cena, me di cuenta de que faltaba sal.

—Maldita sea… —murmuré, rebuscando en los armarios.

Él, que estaba en la mesa revisando algo en su portátil, levantó la vista.

—¿Qué pasa?

—Nada, solo que… no hay sal.

Asintió, cerró el portátil y se levantó.

—En la despensa de atrás, en el estante superior izquierdo, hay cajas de sal gruesa marina. La señora Davies la guarda allí.

Me sorprendió que lo supiera. Que conociera los detalles prácticos de la casa más allá de dónde estaba el estudio o el whisky caro. Fui a la despensa y, efectivamente, allí estaba. Cuando volví, él ya había abierto la lata de tomate que necesitaba y había sacado las especias, alineándolas junto a la encimera.

—Gracias —dije.

Y esta vez la palabra no se atascó en mi garganta.

—De nada —respondió, volviendo a su portátil como si no fuera nada.

Pero era algo.

Era mucho.

El gesto más significativo, sin embargo, llegó dos días después. Estábamos los tres en el salón cuando Charlotte, con su habitual falta de filtro, dijo de repente:

—Cuando vuelvan mami y papi, ¿te irás, Eleanor? ¿O podrías quedarte un poco más?

La pregunta, inocente, me dejó helada. Era el recordatorio más crudo de mi temporalidad, de mi condición de empleada. Antes de que pudiera articular una respuesta evasiva, Alexander habló.

—Eleanor se queda hasta que Charlotte se aburra de ella —dijo, mirando a su hermana con una media sonrisa—. Y eso, según mis cálculos, podría ser nunca.

Su tono era ligero, casi juguetón, pero sus ojos, cuando se posaron en mí por un instante, eran serios. No era una promesa ni una invitación. Era una defensa. Una forma de situar mi presencia en términos que Charlotte pudiera entender y valorar, no en términos de contrato o dinero.

Charlotte se rió, satisfecha.

—¡Nunca, nunca, nunca!

Intenté sonreír, pero la emoción me cerraba la garganta. Alexander no había dicho la necesitamos ni su trabajo es bueno. Había dicho Charlotte se aburra de ella. Me había colocado en el centro como persona, no como servicio.

Esa noche, después de acostar a Charlotte, me encontré con él en el vestíbulo. Él bajaba del estudio; yo subía desde la cocina. Nos detuvimos frente a frente, bajo la luz tenue de la lámpara de hierro.

—Lo de antes… —empecé, sin saber muy bien cómo continuar—. Gracias. Por lo que le dijiste a Charlotte.

Hizo una pequeña mueca, casi de incomodidad.

—Solo era la verdad. Le gustas.

Hizo una pausa.

—A las dos.

El a las dos flotó entre nosotros, cargado de un significado que ninguno se atrevía a explorar. No dijo a mí también. No hizo falta. Estaba allí, en el cuidado con el que se incluyó de forma sutil, pero clara.

—Así que… —continuó, cambiando de tema con una torpeza que me pareció extrañamente adorable—. Mañana dicen que despejan la carretera principal. Mis padres podrían llegar para fin de año.

La noticia debería haberme aliviado. Significaba el fin del encierro, el regreso a mi vida, a mi realidad. Pero, en su lugar, sentí un pinchazo de pérdida. La burbuja se rompería. Los gestos silenciosos, la compañía tranquila… todo volvería a su lugar: ellos en su mundo, yo en el mío.

—Ah —fue todo lo que pude decir.

Él pareció leer algo en mi expresión.

—Todavía quedan unos días —añadió, con la voz más suave de lo habitual.

—Sí —asentí—. Quedan unos días.

Nos despedimos con un buenas noches y subimos a nuestras respectivas alas de la casa. Ya en mi habitación, me senté en la cama y repasé mentalmente cada uno de sus gestos: la nota, las flores para Charlotte, la sal, la defensa ante la pregunta de su hermana. No eran acciones grandiosas. Eran pequeñas, prácticas, consideradas.

Y en su sencillez, resultaban más poderosas que cualquier regalo caro. Porque demostraban que me veía. Que había notado mis necesidades, mis incomodidades, y que estaba intentando, a su manera torpe y sincera, cuidar de ellas. No con dinero, sino con atención.




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