Alexander
La carretera estaba despejada. El mensaje de mi padre llegó por la mañana:
Llegamos mañana para la cena de fin de año. Que todo esté listo.
El mundo, con sus horarios, sus expectativas y su ruido, estaba a punto de reclamar Birchwood.
La noticia me produjo una inquietud que no esperaba. Los últimos días, en aquella quietud forzada, habían creado un espacio aparte. Un tiempo suspendido donde las reglas parecían distintas. Donde yo podía ser solo Alexander: no el heredero, no el estudiante de negocios, no el hijo que asiste a galas. Donde Eleanor podía ser solo Eleanor, no la niñera.
Pero al día siguiente todo volvería a su cauce. Mis padres llenarían la casa con su energía imparable, Charlotte retomaría su papel de hija mimada y Eleanor… Eleanor volvería a ser la empleada eficiente y discreta que se deslizaba por los márgenes de la casa.
No podía permitir que ocurriera así.
No después de todo.
La encontré en la biblioteca, devolviendo libros a las estanterías. Llevaba el mismo suéter beige de siempre, y la luz del atardecer le doraba el pelo suelto sobre los hombros. Estaba de puntillas, intentando alcanzar el estante superior.
—Deja, yo llego —dije, acercándome.
Tomé los libros de sus manos —un gesto que habría evitado como al fuego unas semanas atrás— y los coloqué en su sitio sin esfuerzo.
Ella bajó los talones y se volvió hacia mí, con una sombra de sorpresa en los ojos.
—Gracias.
Nos quedamos allí, rodeados por el silencio acolchado de los libros. La oportunidad se abría frente a mí, clara y aterradora. Era el momento. El último momento antes de que todo se complicara.
—Eleanor —empecé, y mi voz sonó más grave de lo habitual—. Necesito decirte algo.
Se tensó ligeramente, como si se preparara para otra torpeza, otra oferta mal planteada, otro recordatorio de la distancia entre nosotros. Pero no retrocedió. Me miró a los ojos, esperando.
—Al principio —continué, buscando las palabras con cuidado—, cuando llegaste aquí, te traté con… distancia.
Arrogancia, pensé.
Frialdad. Desprecio inconsciente.
—Te vi como una parte más de la casa. Algo funcional. Y me comporté como tal.
Ella bajó la mirada, observando el dibujo intrincado de la alfombra persa. No dijo nada.
—Lo de la cocina —seguí, obligándome a no apartar los ojos—. Cuando te ofrecí comprar lo que necesitaras… no era mi intención herirte. Pero lo hice. Y me equivoqué.
Hice una pausa, dejando que el peso de la admisión se asentara.
—No entendía —añadí—. No entendía que para ti las cosas no son… simples. Que tienen un peso distinto.
Levantó la cabeza. Sus ojos azules se encontraron con los míos, abiertos, vulnerables, sin las defensas habituales. Me animaron a continuar.
—Estos días he visto cosas —dije, más despacio—. He visto cómo cuidas a Charlotte, no como un trabajo, sino como algo que de verdad te importa. He visto tu esfuerzo constante, tu orgullo silencioso. He visto los detalles.
No mencioné la ropa repetida ni los pequeños cálculos. No hizo falta.
—Y me he dado cuenta de que fui un idiota —admití—. Un idiota arrogante que creía conocer el mundo porque nunca había tenido que salir del suyo.
Ella abrió la boca para decir algo, pero no salió sonido alguno.
—No te estoy pidiendo perdón porque suene bien —aclaré—. Te lo digo porque es la verdad. Y porque ya no quiero tratarte con esa distancia. No quiero que pienses que te veo como un mueble o como un problema de logística doméstica.
Respiré hondo.
—Te veo, Eleanor. Y me arrepiento de no haberlo hecho antes.
El silencio que siguió fue denso, pero no incómodo. Estaba cargado de todo lo que no habíamos dicho, de todo lo que había ido creciendo en los márgenes. Ella parecía sopesar mis palabras, probando su sinceridad.
Finalmente habló, con la voz baja, ligeramente rota.
—No eras… cruel. Solo eras… tú. Acostumbrado a tu mundo.
—Eso no es una excusa —respondí, con firmeza—. Ser “yo” no me da derecho a hacer que alguien se sienta menos. Nunca más.
La convicción de esa frase me sorprendió incluso a mí.
Nunca más.
No era una promesa vacía. Era una decisión.
Eleanor me miró y, poco a poco, algo en su expresión se suavizó. No fue una sonrisa completa, sino un deshielo. Un alivio profundo, como si un peso que había cargado en silencio se hubiera aligerado, no por mis palabras, sino por el reconocimiento que contenían.
—Gracias por decírmelo —dijo, y esta vez su voz fue firme—. Significa… mucho.
—Cuando lleguen mis padres mañana… —continué, dando un paso más cerca, reduciendo una distancia que siempre había mantenido— las cosas volverán a ser complicadas. Habrá roles, expectativas. Pero quiero que sepas que, para mí, ya no eres solo “la niñera”. Eres Eleanor. Y eso no va a cambiar, esté quien esté en esta casa.
Asintió despacio, tragando saliva. Sus ojos brillaban un poco más de lo normal.
—Yo… también te veo, Alexander. De otra manera.
Fue suficiente. No necesitaba declaraciones ni promesas de futuro. Solo ese reconocimiento mutuo de que el terreno entre nosotros había cambiado. De que ambos habíamos cruzado, cada uno a su modo, una línea invisible.
—Bueno —dije, con una ligereza nueva en el pecho—. Eso está… bien.
Sonreí, un gesto pequeño y sincero. Y ella, para mi sorpresa, me devolvió la sonrisa. No la profesional ni la contenida, sino una real, que le iluminó los ojos como el cielo despejado después de una tormenta.
No hubo abrazos. No hubo más palabras grandilocuentes. Solo ese espacio compartido en la biblioteca, ese entendimiento nuevo y frágil, y la certeza de que, por primera vez, habíamos sido completamente honestos el uno con el otro.
Y resultó que la honestidad —incluso cuando implicaba admitir una arrogancia estúpida— era el terreno más firme desde el que podíamos empezar.