Bajo la nieve de Birchwoood

Capítulo 17: Lo que siento

Eleanor

La confesión de Alexander flotaba en el aire de Birchwood, cambiando la textura de todo. No habían sido solo palabras; habían sido un permiso. El permiso para sentir aquello que, en el silencio de mi habitación y en la intimidad de mis pensamientos, ya había empezado a crecer contra toda lógica y toda precaución.

Lo que sentía era un vértigo dulce y aterrador.

Lo veía de otra manera ahora. Cuando bajaba por la mañana y encontraba la cafetera preparada, ya no era solo un gesto: era una sonrisa secreta que me guardaba para mí. Cuando nuestras miradas se cruzaban al pasar por un pasillo, ya no era un roce incómodo, sino un latido suspendido, un mensaje silencioso que decía: Te veo. Y me alegro de que estés aquí.

Me gustaba su seriedad, que se deshacía cuando Charlotte le contaba un chiste absurdo. Me gustaba la manera en que fruncía el ceño al concentrarse en un libro y cómo luego alzaba la vista, aún desenfocado, para encontrarme. Me gustaba incluso su torpeza inicial, porque hacía que sus esfuerzos posteriores por ser considerado fueran más valiosos.

Me gustaba Alexander.

No el heredero.

No el chico de la casa enorme.

A Alexander.

Y ese era el problema.

El abismo que tanto me había dolido no había desaparecido. Seguía ahí, ancho y profundo, pero ahora había un frágil puente de cuerda tendido sobre él, hecho de gestos y de palabras sinceras. ¿Pero era suficiente? ¿Podría serlo alguna vez?

La noche anterior a la llegada de sus padres, la ansiedad se instaló en mi estómago como una bola de hielo. Estaba recogiendo los últimos juguetes de Charlotte en el salón cuando él entró. El fuego estaba bajo, tiñendo la habitación de tonos naranjas y proyectando sombras largas.

—¿Nerviosa? —preguntó, quedándose de pie junto al sofá.

—Un poco —admití—. Todo volverá a ser… como antes.

—No —dijo, con una firmeza que me obligó a mirarlo—. No volverá a ser como antes. Yo no volveré a ser como antes.

Su certeza era palpable. Pero yo no podía permitirme esa seguridad.

—Alexander —susurré, dejando el juguete que tenía en las manos—. Lo que siento… lo que esto es… —hice un gesto impreciso entre nosotros— es muy complicado.

Se acercó, deteniéndose a un solo paso de distancia. Su cercanía era eléctrica.

—¿Por qué?

—Porque tú vives aquí —respondí, señalando la habitación, la casa, todo lo que representaba—. Y yo solo estoy de paso. Mis realidades son… contables. Llenas de límites. Y las tuyas no.

Respiré hondo antes de decir lo que más miedo me daba.

—Tengo miedo de que esto sea solo… el hechizo de la nieve. De que, cuando volvamos a Londres, todo regrese a su sitio. Y mi sitio no esté al lado del tuyo. No de la manera en que… —tragué saliva— en que empiezo a querer que esté.

Las últimas palabras salieron mirando al fuego, incapaz de sostener su mirada. Había puesto mi corazón sobre la mesa, crudo y vulnerable, hablando de límites, de diferencias y también de un deseo que ya no podía contener.

El silencio se extendió, roto únicamente por el crepitar de un leño. Entonces sentí su mano rozar la mía. Un contacto leve, exploratorio. No me tomó la mano; solo apoyó sus dedos contra los míos. El calor fue inmediato, un relámpago que me recorrió el brazo.

—¿Sabes lo que he aprendido estos días, Eleanor? —dijo, con una voz suave, casi envolvente—. Que mi mundo, con todas sus cosas, estaba vacío antes. Muy ruidoso, pero vacío. Tú no tienes que encajar en él. Porque quizá… es mi mundo el que necesita encajar alrededor de ti. Alrededor de lo que tú eres: fuerte, honesta, increíblemente resiliente.

Sus palabras fueron un bálsamo y un aguijón al mismo tiempo. Eran lo que siempre había querido oír y, a la vez, lo que más temía, porque prometían una posibilidad tan hermosa como abrumadora.

—Pero la diferencia… —insistí, débilmente.

—La diferencia existe —admitió, sin retirar sus dedos de los míos—. Pero ya no me importa como antes. Ahora la veo como contexto. No como una barrera.

Hizo una pausa.

—No te pido que confíes en que todo será fácil. Solo te pido que no lo descartes. Que no descartes esto. Por lo que valga, yo no pienso hacerlo.

Levanté la vista por fin. Sus ojos azul oscuro me sostenían, llenos de una determinación serena que no le había visto nunca. No había arrogancia. Había decisión. La de alguien que ha elegido un camino.

Lo que sentí entonces fue tan intenso que me faltó el aire. Ya no era solo gusto. Era admiración, esperanza, el deseo casi desesperado de creer que podía tener razón. De que nuestra historia no tenía por qué escribirse con las mismas reglas rotas de siempre.

No dije que sí.

No dije que no.

No podía.

El futuro seguía siendo una incógnita enorme. Pero giré la mano y entrelacé mis dedos con los suyos en un gesto firme, claro.

Pequeño.

Enorme.

Fue mi respuesta.

Sentí cómo sus dedos se cerraban alrededor de los míos, un ancla en medio de mi vértigo. No hubo beso. No hubo promesas de eternidad. Solo nuestras manos unidas en la penumbra del salón, mientras el fuego se consumía lentamente y el mundo exterior, con todas sus complicaciones, aguardaba más allá de las ventanas.

Y en ese contacto, en esa quietud compartida, lo que sentí no fue miedo al futuro.

Fue valor.

El valor que nace al saber que no estás solo en lo que sientes. Que el puente, aunque frágil, se sostiene desde ambos lados del abismo. Y que tal vez —solo tal vez— eso sea todo lo que se necesita para empezar a cruzarlo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.