Bajo la nieve de Birchwoood

Capítulo 19: Volver a Londres

Eleanor

El regreso a Londres fue como sumergirse en un sueño vívido y luego despertar en la misma cama de siempre. Los colores eran más apagados, los ruidos más estridentes; el aire olía a humo de tubo de escape y a lluvia vieja, en lugar de a pino y nieve. Pero yo no era la misma que había salido de allí.

El viaje de vuelta en el Land Rover fue diferente. Alexander condujo, yo iba en el copiloto y Charlotte dormitaba en el asiento trasero. No hubo un silencio incómodo, sino uno cómodo, compartido. De vez en cuando, él me lanzaba una mirada, una pequeña sonrisa que solo yo entendía, y yo se la devolvía, sintiendo un calor que ya no intentaba reprimir.

Al dejarme frente a la casa compartida con mis compañeras, en un barrio que parecía diminuto y ruidoso después de Birchwood, bajó él mismo mi pequeña maleta del coche.

—¿Seguro que no quieres que te lleve? —preguntó, mirando la fachada con una expresión que no era de desdén, sino de curiosidad.

—Estoy segura —dije, tomando el asa de la maleta.

Nuestras manos se rozaron y un destello de electricidad recorrió mi brazo, tan real como en la mansión.

—Es mejor así. Por ahora.

Él asintió, comprendiendo. No era el momento de presentaciones complicadas.

—Llámame —dijo, no como una petición, sino como un simple hecho—. Cuando quieras. Para lo que sea.

—Para lo que sea —repetí.

Y esta vez no vi ofertas de dinero detrás de las palabras. Vi apoyo. Vi compañía.

Subí los escalones con mi maleta, sintiendo su mirada en mi espalda hasta que cerré la puerta. El apartamento estaba vacío; mis compañeras aún estaban fuera por las vacaciones. El silencio era diferente aquí: más hueco, menos elegante, pero era mi silencio. Y en él, por primera vez, no sentí soledad. Sentí el eco de una voz profunda diciéndome no eres menos, y era tan fuerte que casi podía oírla.

La rutina se reanudó, pero con un nuevo contrapunto. Las clases, el trabajo en la librería, los cálculos interminables. Todo seguía igual. Y, sin embargo, todo era distinto.

Porque ahora, en medio de la cola del supermercado, calculando si podía permitirme el queso más barato, sonreía al pensar en él. Porque cuando llegaba a casa cansada y recibía un mensaje simple en mi teléfono —«Charlotte pregunta si los ángeles de nieve se derriten en Londres. Ayuda.»—, el cansancio se disipaba.

Y él estaba ahí. No de una manera invasiva o grandilocuente, sino constante. Sutil.

Una tarde, después de un turno particularmente largo en la librería, llegué a casa helada y empapada. En el buzón, junto a las facturas, había un sobre fino, sin remitente. Dentro no había una tarjeta cara, sino una hoja de papel de un bloc de notas, con su letra angular. Decía: «Pensé que esto podría gustarte. A.»

Envolviendo el papel, como un fósil en ámbar, había una hoja de arce otoñal, perfectamente prensada, de un rojo intenso y vibrante. La había encontrado —me dijo después— entre las páginas de un libro viejo en la biblioteca de Birchwood. No costaba nada. Pero para mí valía más que cualquier joya.

Empezamos a vernos. No en citas formales en restaurantes caros, sino en paseos por el parque con Charlotte los domingos; en tomar un café rápido entre mi clase y su seminario, en un lugar barato cerca de la universidad que él, para mi sorpresa, conocía. Aprendí que su seriedad ocultaba un humor seco y agudo que me hacía reír. Él aprendió a escuchar mis preocupaciones sobre los exámenes o el trabajo sin ofrecer soluciones monetarias, sino con un ¿en qué puedo ayudarte? que era genuino.

Una noche, después de uno de esos cafés, caminábamos hacia la parada del autobús bajo la lluvia fina londinense. Él me acompañó, bajo su paraguas grande y negro.

—Tu paraguas es un país —bromeé, refugiándome a su lado sin tener que esforzarme. Él era tan alto que el paraguas me cubría por completo.

—Eficiencia alemana —dijo, con ese tono serio que ya sabía que era falso.

Luego, más bajo:

—Así me aseguro de que no te vas a mojar.

Me detuve y lo miré. Las gotas de lluvia brillaban en su cabello negro y en los hombros de su abrigo oscuro. La luz de una farola le iluminaba la mitad del rostro. En sus ojos ya no había distancia ni arrogancia. Había algo cálido, protector y completamente presente.

—¿Qué? —preguntó, al notar mi mirada.

—Nada —susurré, sonriendo—. Solo que… el Alexander que conocí en diciembre nunca habría pensado en la eficiencia de un paraguas.

Él sonrió, una sonrisa lenta y verdadera que me llegó directamente al corazón.

—Ese Alexander era un idiota. Este… este está aprendiendo.

El autobús llegó con un resoplido. Me subí y me volví para verlo desde la ventanilla. Seguía allí, de pie bajo la lluvia, observándome alejarme, con esa expresión tranquila y segura en el rostro.

Al llegar a mi apartamento, saqué la hoja de arce prensada de entre las páginas de mi libro de sociología. La coloqué sobre mi mesa de estudio, junto a mi ordenador y mis apuntes llenos de números y teorías. Era un recordatorio. No de Birchwood, ni de la nieve, ni de un cuento de hadas navideño. Era un recordatorio de que lo que había nacido allí no se había quedado enterrado bajo la nieve derretida.

Había vuelto a Londres. A mi vida, a mis luchas, a mi realidad contable. Pero ahora Alexander formaba parte de ella. No como un rescate ni como un sueño inalcanzable. Como un hecho. Como la persona que sostenía el paraguas para que yo no me mojara, que me enviaba hojas rojas en sobres y que, cada día, con sus gestos y sus palabras, me recordaba que mi lugar en el mundo no estaba definido por lo que tenía, sino por quién era.

Y quién era, me estaba dando cuenta, era alguien que podía amar y ser amada, precisamente por eso.




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