Bajo la nieve de Birchwoood

Capítulo 20: Navidad termina, nosotros no

Alexander

La última guirnalda navideña fue retirada de Oxford Street a principios de enero. Los árboles, secos y desnudos, fueron troceados para leña. Londres se sacudió el brillo festivo y se sumergió en el gris perenne del invierno: un invierno de negocios, de propósitos de año nuevo que se desvanecen, de rutina.

Pero para mí, el invierno tenía un color nuevo. Tenía el color beige desvaído de su suéter favorito, el azul claro de sus ojos cuando se reía de un chiste de Charlotte, el rojo intenso de una hoja de arce prensada entre las páginas de un libro.

Eleanor había vuelto a su vida, y yo a la mía. Pero ya no eran vidas paralelas que nunca se tocaban. Se entrelazaban a diario, de formas simples y profundas. Yo iba a buscarla a la librería donde trabajaba y fingía interesarme en las novedades de poesía solo para ver cómo se iluminaba al explicármelas. Ella, a veces, después de clase, se pasaba por mi facultad y esperaba en el vestíbulo, rodeada de futuros magnates que hablaban a gritos de cifras, con una calma que me centraba al instante.

Mis padres notaron el cambio. Mi madre, una tarde en la que Eleanor vino a casa a cuidar de Charlotte —una visita que ahora tenía un peso completamente distinto—, me tomó del brazo en el vestíbulo.

—Es una chica especial, Alexander —dijo, con la voz baja y sin rastro de la condescendencia de antes.

—Lo sé —respondí, sin tratar de negarlo.

—Es… diferente.

—Sí —asentí, mirando hacia la puerta del salón, desde donde llegaban las risas de Eleanor y Charlotte—. Esa es la parte buena.

Mi madre sonrió, una sonrisa comprensiva y un poco asombrada. No dijo más. No hacía falta.

Una tarde de febrero, particularmente gris, fui a su apartamento. Era la primera vez. Un lugar pequeño, ordenado, lleno de libros apilados con cuidado y plantas resistentes en los alféizares. Olía a té y a velas de vainilla baratas. Me senté en su sofá, un mueble gastado pero cómodo, y me sentí más en casa que en cualquiera de los salones de mi familia.

Ella estaba nerviosa, arreglando cojines que no necesitaban arreglo.

—Es… humilde —dijo, con un gesto que denotaba incomodidad.

La tomé de la mano, deteniendo su movimiento.

—Es tuyo —dije simplemente—. Eso lo hace perfecto.

Y lo era. Porque en cada detalle —en la manta tejida a ganchillo en el respaldo del sofá, heredada de su abuela; en la pila de cuadernos con apuntes meticulosos; en la ventana desde la que se veía un trozo de cielo londinense— estaba ella. Su esfuerzo, su historia, su orgullo.

Nos sentamos a tomar el té y hablamos. De todo y de nada. De sus exámenes, de un problema que tenía mi padre en la empresa y que me preocupaba, de lo mucho que Charlotte la extrañaba entre semana. La conversación fluía sin esfuerzo, como el aire entre dos personas que han dejado de medir las palabras.

—A veces —dijo ella de repente, mirando su taza—, me despierto y pienso que todo ha sido un sueño. Birchwood, la nieve… esto.

—¿Esto? —pregunté.

—Tú. Nosotros. Que una mañana voy a abrir los ojos y todo habrá vuelto a ser como antes.

Dejé mi taza y me incliné hacia adelante, obligándola a mirarme.

—Escúchame, Eleanor. La Navidad terminó. El hechizo de la nieve se derritió. Pero nosotros no.

Le tomé el rostro entre las manos, con suavidad, sintiendo el calor de su piel bajo mis palmas.

—Esto no es un sueño. Esto es la elección que hacemos todos los días. Yo elijo verte. Elijo respetarte. Elijo admirar cada cosa increíble que eres.

Mis palabras salían con una certeza que nacía de lo más profundo de mí.

—Y voy a seguir eligiéndolo mañana, y al día siguiente, y todos los días después. Hasta que dejes de dudar. Y luego, seguiré eligiéndolo también.

Una lágrima asomó en la comisura de su ojo, pero esta vez no era de dolor. Era de alivio. De creer, por fin, sin reservas.

—Yo también te elijo a ti, Alexander —susurró, con la voz temblorosa—. A ti. No a tu mundo ni a tu dinero. A la persona en la que te has convertido. A la persona que me hace sentir que yo… que yo basto.

Esa palabra, basto, resonó en la pequeña habitación con más fuerza que cualquier declaración de amor. Porque eso era lo que yo siempre había querido darle: la certeza de su propio valor.

La besé entonces. No era nuestro primer beso —ese había llegado antes, tímido, bajo la lluvia—, pero sí el más verdadero. Lento, profundo, sin prisa. Un beso que sabía a té y a futuro, a elecciones conscientes y a promesas silenciosas. Un beso que no sellaba un cuento de hadas, sino el inicio de algo real, construido ladrillo a ladrillo sobre el respeto y la admiración más profunda.

Al anochecer, caminábamos por el parque cercano a su casa. Ya no nevaba, pero hacía frío. Ella llevaba el mismo abrigo largo de segunda mano y yo, el mío oscuro. Nuestras manos estaban entrelazadas dentro del bolsillo de mi abrigo, cálidas y seguras.

Miré el cielo, plomizo y bajo. Recordé el desasosiego con el que había llegado a Birchwood en diciembre, la irritación ante su presencia, la arrogante certeza de que mi mundo era el único que importaba.

Eleanor lo había cambiado todo. No cambiando mi mundo, sino ampliando mi mirada. Había traído consigo una verdad simple y demoledora: que el valor no se mide en cuentas bancarias, sino en la fortaleza del carácter, en la capacidad de cuidar, en la dignidad del esfuerzo silencioso. Y al mostrármelo, no me había hecho sentir menos por mi riqueza. Me había hecho sentir más humano. Más completo.

—¿En qué piensas? —preguntó ella, recostando la cabeza en mi hombro mientras caminábamos.

—En que la mejor inversión que he hecho en mi vida —dije, besando su pelo— no fue en acciones ni en propiedades. Fue en aprender a verte. Y en tener la suerte de que tú me vieras a mí.

Ella no dijo nada. Solo apretó mi mano dentro del bolsillo.

La Navidad había terminado hacía semanas. Los adornos estaban guardados, los villancicos en silencio. Pero lo que había nacido en aquel diciembre, entre la nieve y la honestidad forzada, no se desvanecía con las luces. Al contrario, crecía más fuerte con cada día gris de Londres, con cada taza de té compartida, con cada gesto de cuidado, con cada elección consciente.




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