Era consciente de todos los problemas que me rodeaban. Incluso los enumeraba cada día para no olvidarlos y, cuando tuviera un momento, poder solucionarlos… si es que esta vida me alcanzaba para hacerlo. No obstante, si había algo que me sacaba de quicio, era que alguien más se encargara de recordármelos.
¿Quién podría entender mejor que yo lo complicada que era mi vida?
Esa misma vida complicada era la causa de que mi equipo de trabajo estuviera al borde de la locura, especialmente Allan, mi mánager.
Su voz resonaba en toda la sala de mi casa como una alarma de emergencia. Caminaba de un lado a otro, con la camisa un poco desabotonada y el cabello completamente revuelto, mientras leía en voz alta los titulares más sensacionalistas de los sitios web.
—“La estrella que brilla en el escenario, pero se apaga en la vida real” —recitó, poniendo un énfasis dramático en cada palabra—. “Destiny Rowan: ¿ícono pop o desastre andante?”
Cada línea parecía diseñada para exponer lo peor de mí, pero Allan no tenía intención de detenerse. Mientras tanto, mi publicista lanzaba las terribles fotos tomadas por los periodistas como si fueran granadas. Cada imagen desastrosa mía gritaba caos.
—¿Eres consciente de la gravedad del problema? —bramó Allan, sus ojos encendidos, como si su única misión en la vida fuera devorarme viva—. ¡Estos escándalos no solo te afectan a ti, Destiny, sino a todos nosotros!
Recorrí la sala lentamente con la mirada. Mi propio tribunal del caos.
Ahí estaban todos: mi publicista, mi abogado, Allan —por supuesto— y Pamela, mi asistente, que parecía ser la única que no quería devorarme.
Qué ganas de escapar tenía.
Pamela, siempre dulce, apretó mi mano con suavidad. Agradecí su gesto, aunque ambas sabíamos que ella también estaba siendo arrastrada por este tornado en el que mi vida se había convertido.
—¡¿No piensas decir nada?! —gritó Allan con más fuerza, agitando las manos en el aire como si intentara expulsar la frustración con un exorcismo verbal.
Cerré los ojos un momento, buscando refugio en el silencio detrás de mis párpados.
—Me duele la cabeza… —murmuré finalmente, dejando salir un suspiro pesado.
Pamela adoptó su clásica pose maternal al escucharme.
—¿Sigues con la jaqueca? —sin esperar respuesta, me pasó un vaso con un líquido pastoso que olía peor de lo que cualquier bebida debería oler—. Toma, bébelo ya. Es la cura perfecta para la resaca.
—No quiero, sabe horrible.
—Trágate esa mierda ahora, Destiny, porque te aseguro que es lo menos de lo que tendrás que preocuparte —sentenció Allan con ese tono suyo que siempre cruzaba la línea entre un grito y un ladrido.
Pamela inhaló bruscamente, ofendida, como si Allan acabara de cometer un sacrilegio.
—¡Oye, más respeto! No le llames mierda a mi batido —le recriminó, poniéndose de pie como si fuera la protectora oficial de las bebidas infames—. Es un batido de tomate, pepino y cebolla. Mi madre decía que era buenísimo para…
La voz de Pamela se fue apagando a medida que la mirada asesina de Allan se intensificaba.
Yo estaba acostumbrada al carácter explosivo de Allan y a sus gritos, que podían hacer retumbar las paredes, pero no atravesaban mi caparazón. Además, él mismo lo había dicho: tenía cosas más importantes de las que preocuparme.
Con un suspiro sacado de un drama clásico, me quité los parches refrescantes que tenía bajo los ojos y agarré el horrible batido que Pamela había preparado.
Lo bebí de un solo trago, cerrando los ojos y rezando para no saborear demasiado el líquido pastoso que me resbalaba por la garganta. Horrible era quedarse corto. Pero la realidad era que mi dolor de cabeza necesitaba una solución inmediata, aunque supiera a puré de pasto con cebolla.
—Todos, afuera —ordenó Allan de repente, su voz firme, sin espacio para discusión—. Menos tú, Pamela. Tú te quedas.
Pamela tragó grueso, y pude sentir su nerviosismo incluso sin mirarla.
Mientras los demás recogían sus cosas y se dirigían a la puerta, me hundí en el esponjoso sofá, preparándome para el largo regaño.
Nadie se despidió al salir. Ni siquiera un gesto, una mirada.
No me molestaba; estaba más que acostumbrada a esa mezcla de enojo y decepción que flotaba en el aire cada vez que yo estaba cerca. Quizás porque yo misma era la primera decepcionada de mi propio desastre.
Cuando la puerta finalmente se cerró, el silencio se sintió más pesado que cualquier grito.
Allan se quedó de pie frente a mí con los brazos cruzados.
—¿Qué fue lo que te pedí la última vez que nos vimos? —uso un tono tan cortante que casi dolía escucharlo.
Mi lengua se trabó.
Lamí mis labios, tratando de ganar tiempo, y levanté la mirada para encontrarme con la suya por primera vez desde que había llegado.
Pero las palabras simplemente no salían.