Bajo la noche más larga

02

El licor más exclusivo fluía como un río interminable en mi penthouse, un santuario de vidrio y acero que se alzaba sobre Nueva York. Desde allí, las luces titilantes de la ciudad que nunca duerme parecían competir por llamar mi atención, pero esta noche ni siquiera Manhattan podía robarme el protagonismo. Los Yankees celebraban, y yo, Kyle Gardner, estaba en el centro de todo.

El eco de las risas y el tintineo de copas impregnaban el aire con una euforia palpable, esa sensación única que solo traen las victorias importantes. Mi nombre resonaba entre conversaciones y brindis. Siempre había atención sobre mí, pero esta noche era diferente, más intensa. Todos los ojos seguían cada uno de mis movimientos, como si cualquier gesto mío definiera el tono de la velada.

Sobre mis piernas estaba sentada una chica cuyo vestido plateado capturaba cada rayo de luz, haciéndola destellar como una joya viva. Me miró de cerca, con los labios curvados en una sonrisa traviesa, mientras ajustaba la tela de su vestido, elevándola lo justo para provocarme.

De repente, una carcajada estalló cerca de nosotros, rompiendo el pequeño trance en el que me había sumido. Víctor Domínguez, nuestro jardinero izquierdo y el payaso oficial del equipo, estaba en su elemento. Si alguien podía robarme el foco de atención por unos minutos, era él.

—¡Ese hombre de ahí! —me señaló con una teatralidad exagerada—. ¡Es mi hombre blanco favorito!

El grupo a su alrededor estalló en risas. Yo también me uní; era imposible no hacerlo. Víctor, dominicano con un talento excepcional para el béisbol, tenía además un don innato para convertir cualquier momento en un espectáculo inolvidable. Su energía era contagiosa y, por más que lo intentara, nunca podía tomarme en serio nada de lo que salía de su boca.

—¡Cállate ya, Domínguez! —le grité entre risas—. ¿Cuántas copas llevas? ¿O es que naciste borracho?

—¡Nací para esto! —respondió él, levantando su copa como si estuviera recibiendo un premio de la Academia.

Víctor continuó con su monólogo, cada vez más incoherente pero igual de entusiasta. Mientras enumeraba mis logros —algunos reales, otros claramente inventados—, sentí cómo las miradas de mis compañeros se posaban en mí. En algunas había admiración genuina, lo que me hacía sentir cierta presión. Recibir elogios era una espada de doble filo. Ser el jugador estrella tenía sus beneficios, pero también una responsabilidad que no todos entendían.

—¡Este año la Serie Mundial será nuestra! —gritó Víctor finalmente, alzando su copa con tanta fuerza que casi derramó su contenido.

El grito fue una chispa en un barril de pólvora. El penthouse estalló en júbilo, con copas alzadas y voces repitiendo la frase como un conjuro capaz de garantizar nuestra victoria. Me dejé llevar por la energía del momento y grité junto a ellos.

—¡Es nuestro año!

Justo cuando el ruido alcanzaba su clímax, la chica sobre mis piernas decidió tomar el control. Con un movimiento firme pero juguetón, rodeó mi cuello con sus brazos y puso un dedo sobre mis labios, silenciándome con una sonrisa astuta.

—¿Qué tal si tú y yo celebramos en privado? —su aliento acarició mi oído como una provocación.

No necesitaba más invitación. Dejé mi copa sobre la mesa y me puse de pie, ignorando las risitas y comentarios pícaros de mis compañeros. La tomé de la mano y la guié por el pasillo hacia mi habitación. El bullicio se desvaneció tras nosotros cuando cerré la puerta.

Mi vida era una mezcla de lujo, expectativas y pequeñas escapadas que me permitían olvidar, aunque fuera por unas horas, el peso de ser la gran estrella de los Yankees. Todos creían que mi talento era la llave para romper con la sequía de una década sin títulos. Y aunque esa presión podía aplastar a cualquiera que no estuviera hecho del material adecuado, yo me sentía listo.

La mañana siguiente no tuvo piedad conmigo. La luz del sol atravesaba las cortinas como un cuchillo afilado, iluminando la habitación con una intensidad casi agresiva. La cama, tan grande que podría haber ocultado a un equipo completo de béisbol, estaba vacía, salvo por mí. Un alivio fugaz me recorrió; me alegraba que la chica hubiera entendido las reglas no escritas de las aventuras pasajeras: sin dramas, sin ataduras. Mejor así.

Me levanté tambaleándome y me dirigí al baño. El agua fría ayudó a disipar los restos del sueño y la resaca de la noche anterior. Me vestí con lo que llamo mi “uniforme de día libre”: joggers grises y una camiseta blanca básica. Funcional y cómodo.

Cuando salí al salón, mi estómago rugía como si liderara una huelga de hambre. Sin embargo, mi apetito quedó en pausa al encontrar a Thomas, mi hermano mayor, sentado en el sofá junto a Greg, mi representante. Ambos tenían expresiones sombrías.

Miré alrededor y el penthouse estaba impecable, como si la fiesta de anoche hubiera sido solo un sueño febril. Ni un vaso fuera de lugar, ni una botella vacía rodando por el suelo. Todo parecía normal, salvo por el televisor de noventa y ocho pulgadas encendido con el volumen apenas audible.

Les di los buenos días a ambos y arrastré los pies hacia la cocina con la esperanza de calmar mi estómago, pero Thomas me detuvo con un gesto seco. Señaló el sofá con una seriedad que no admitía discusiones.



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En el texto hay: romance, amor

Editado: 14.06.2025

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